Me he puesto guapa para salir a destrozar cosas, como hacen las malas de las películas. No tengo ningún tipo de plan B, y el A ya no sirve porque me lo he fumado. Tampoco tengo ni idea de cómo voy a seguir con todo esto, pero me apetece ver qué sale de una cabeza sin pretextos, me apetece ver qué pasa cuando se te acaban los sueños y las ganas y el miedo. Las aspiraciones las dejo para los cigarros encendidos. Y del resto sigo sin tener ni idea.
Empieza un año nuevo y me apetece jugar a que tengo otra oportunidad virgen para volver a pasármelo bien haciéndolo todo mal. Yo tampoco sé de dónde sale toda esta soberbia, supongo que se me agotó la tristeza, y mientras espero a que vuelva lo mejor que puedo hacer es volar desnuda. Porque siempre vuelve. Y porque desnuda estoy más guapa.
Tres de enero, tengo más dudas que propósitos y más propósitos que ganas. Cualquier excusa es buena para llamar a Lurp y que venga a bailar conmigo al son de cualquier cantante comercial de mierda; cualquier excusa es buena ya para sonreír. Me esperan los peores cinco meses de mi vida, tengo el corazón roto en diez pedazos desiguales (en honor al argentino Salem) y soy incapaz de mantener la concentración más de media hora para hacer de mi vida algo digno y con fundamento útil. Pero cuando entra el sol por la ventana del salón y huele a velas perfumadas de fresa, y no hay nadie en casa y suena Bob Dylan más alto de lo que debería, y aún quedan cinco días para armarse de valor y has dormido trece horas y te sientes como esas chicas morenas y guapas de las fotos, cualquier excusa es buena para sonreír.
Me apetece jugar a ser feliz, a ver si les explota la cabeza viéndome sonreír.