domingo, 10 de abril de 2022

mentira número 193: nadie lo sabía

Qué difícil es integrar esta amalgama de sentires y dolores y bellezas. Qué difícil, al menos, para mí, que parece que necesito generar ese enunciado, esa declaración contundente, irrebatible, y tatuármela en la frente y señalarla cada vez que alguien parezca querer saber cómo estoy, qué me pasa. Estoy bien, no estoy bien. Esto es lo que me sucede, y es terrible. Es esto lo que me sucede, y es maravilloso. Pero desde hace unos meses habito en la gama de colores que se despliegan entre el azabache y el blanco de la luz; en esa sucesión de días donde tienen cabida las penas más hondas y los bailes a media sonrisa, las contracciones de estómago y el éxtasis, las heridas húmedas en los dedos y cerrar los ojos para recibir al sol en la piel, los silencios tibios y los abrazos anchos y profundos como las fosas del mar. Aún me acostumbro a esto que cada vez se parece menos al extremo devenir de la adolescencia, a sumirse en la fatiga durante meses sin encontrarse en una misma, a vivir el verano como un estallido de estímulos y encarnar esa felicidad roja y palpitante hasta la muerte, hasta la muerte de la seguridad y de la reafirmación, hasta que vuelve el penar y así sucesivamente.

Últimamente conviven en mi espacio la calma anciana y el desahogo de la tregua con las ausencias palpitantes y los desgarros del primer desamor, de las primeras pérdidas, del primer gran desengaño que nace de darse cuenta de que todo, absolutamente todo se puede romper. Y por tanto, nosotros más que nada, y en especial esos nosotros que nos componemos radicalmente de todo lo que nos rodea. Integro en mí el hueco inmenso que sigue al estallido, como un socavón en el suelo tras una bomba; dejar ir la pelea deja mucho espacio libre. Ese espacio a veces se hace desolador, ese vacío se siente insulso. No sabía que podía añorarse la pena. Tampoco sabía que hay dolores que no se palian y que no desaparecen. Y sin embargo, al lado de esos dolores, de esas impotencias e incertidumbres, está el sol que entra en mi casa por las mañanas, las cervezas con las niñas en las plazas de Madrid, Madrid, mi Madrid bella que me recoge con las manos, están los sonidos del bombo cuadrado, las voces de las mujeres, las Mujeres que corren con los lobos, leer a Gloria en Las Vistillas, los colores que se dibujan en mis párpados cuando las luces verdes y rojas y azules de la discoteca inciden en mis ojos cerrados, bailar, bailar mucho y sudar bailando, está el mercado, los mensajes de mamá y mirarme con curiosidad y gusto al espejo. Mirarme al espejo y reconocer lo que veo, aunque me toque por lo tanto reconocer mis dolores. Reconocer que me han herido, y que no es incompatible con la belleza y la quietud. Que la vida damnifica, hagas lo que hagas para evitarlo, y que se puede construir sobre, con, desde ese daño. Que se puede amar sobre, desde, con lo que duele.

sábado, 25 de diciembre de 2021

mentira número 192: las mujeres suicidas

Romantizar el dolor como única forma posible de lidiar con él. Estoy enfadada con mi psicóloga. Me quitó el peso de mi necesidad de hacer algo con la pena, de querer paliarla, transformarla, usarla de alguna manera, encontrar por cualquier medio posible la manera de reducirla, atenuarla. Me dijo, “el dolor es inevitable”. Y yo me calmé. Y sólo me quedó sentir ese dolor. Y ahora me consume el alma, y me he dado cuenta de que llevo todos estos años necesitando menguar la pena porque si me la dejo sentir, me arranco el corazón. Me vuelo la cabeza. Me mato.

Este debe de ser un dolor parecido al de todas esas mujeres fascinantes, cuyas vidas dan para hablar durante horas en un podcast, sobre lo absolutamente bellas que eran, lo absolutamente irresistible que resultaba su presencia para todo aquel que había experimentado la inmensa suerte de cruzarse con ellas a lo largo de su vida. Todas esas que acaban drogadictas, lobotomizadas o suicidándose. Ese dolor de techos altos y suelos de madera, de música instrumental y fuego de vela, de mirar hacia arriba, de suspirar de vez en cuando como si se quisiera expulsar de los pulmones un aire contaminado y ardiente, ese dolor que sólo la lluvia entiende, ese dolor de fular, de otoño, de vigilia, de felino, de sustancia estupefaciente, de silencio que dura horas y noches que duran siglos. Ese dolor que yo romantizo ahora como tantas otras hicieron antes, sólo porque era lo único bello que podían hacer con él. Sólo por sentirse menos miserables; menos solas. 

Estoy también enfadada con todo aquel que me ha hecho creer que la soledad es algo cálido para el corazón. Que vivirla empodera, fortalece, recompensa, sana, reconforta. O quizás es mi soledad, que está manchada. Rotita. Yo no consigo no sentirme abandonada en ella. Y eso me lleva odiar a la yo de hace seis días que afirmaba obstinadamente que al otro se le necesita. Que la otredad nos hace nosotros. Que la vida sin vínculos se vuelve animal, inerte, absurda. Si esto es tan así como decía esa imbécil, cómo voy a encontrar consuelo en mi soledad. Hoy, que todos tienen algo mejor que hacer. Hoy, que nadie llama. Hoy, que nadie piensa en mí, que nadie me tiene en cuenta, que no habito la mente ni la voluntad de nadie. Cómo hago para no sentirme, ante esto, deshumanizada. Desconectada. Inadmisible, invisible, invertebrada, insignificante. Qué hago para deshacerme de esta sensación, o para vivirla sin querer acabarme.


Escribir, comunicar, ponerle palabras, sonidos, colores, por qués y para qués al dolor; no sirve para absolutamente nada que tenga que ver con este. De otro modo, todas esas mujeres suicidas habrían escrito cada vez menos a lo largo de su vida, dejando esa pena en sus palabras, sacándola de su corazón, agotando la reserva en su cuerpo, habrían muerto felices al final de su vida dejando tras de sí una montaña de escritos, poemas, novelas, canciones, pinturas, ensayos sobre su dolor, donde este yace y se pudre. Sin embargo, esa belleza que lo impregna todo (porque el desconsuelo, seamos sinceras, puede llegar a ser bellísimo) no tocaba sus entrañas. Esa belleza es ajena al padecer, del mismo modo que un ciervo siendo devorado en la nieve no conoce el esplendor de la escena, y si pudiera conocerlo, le daría exactamente igual. Esa belleza que los demás ven en las mujeres suicidas, misteriosas, calladas, sufrientes, envueltas siempre en un halo de desgracia que brilla como el relente, esas copas de vino manchadas de sangre y carmín, ese rímel corrido, ese llanto silencioso; esa belleza esconde una herida tan profunda que te absorbe y te aleja de todo lo demás. A los demás, ajenos la inmensa mayoría al penar ese tipo de herida, siempre les quedará el poder romantizarlas aún más todavía después de muertas; a ellas, solo les queda la nada.


martes, 21 de diciembre de 2021

mentira número 191: hay una cara b

19 de diciembre de 2021


Últimamente en todas las conversaciones que tengo, busco la manera de acabar dirigiendo el tema hacia algún lado en el que yo pueda exponer mi teoría de cómo esta generación explota la idea de la hiperindependencia como una utopía absurda, que va incluso en contra de la naturaleza humana, y cómo hemos demonizado el “depender emocionalmente de alguien”, cómo hemos tergiversado su sentido y difuminado sus fronteras, y cómo nos ahogamos en un intento absurdo por llegar a ese “no necesitar a absolutamente nadie más que uno mismo para ser feliz”, autoflagelándonos cuando echamos en falta (¡la falta, esa cosa inadmisible!), cuando reclamamos, aunque sea internamente y en silencio novayaser, atención y cariño, sintiéndonos débiles cuando sentimos que necesitamos a ese amigo, a nuestra madre, ese reconocimiento en el trabajo, el calor de esa piel… y nos aferramos como imbéciles a esas frases que plagan Instagram de gente guapísima que nos enseña su “healing process” lleno de luz, mangos naranjas, incienso y atardeceres en la playa, y que nos intenta convencer de que ese es el camino a la autosuficiencia, al autoabastecimiento de amor y cuidados y atención, a la independencia emocional, a la perfecta y completa solitud, redonda y brillante, y vamos ahí desesperados porque queremos ser como esa gente guapa de las redes que come mango y hace yoga a la luz del sol, queremos encarnar ese discurso de absoluta autonomía, tomando la emancipación extrema como un fin para liberarnos de ese terrible dolor que es necesitar, demandar, exigir, porque todos esos verbos no esconden detrás otra cosa más que la carencia, la falta, la ausencia, el silencio; la nada. ¡Y nada más terrible que la nada! Hoy en día todo ha de ser abundancia, todo ha de ser una red de posesiones, mucha gente que nos rodea sin, por supuesto, qué horror, necesitar a ninguno de ellos!! Un montón de vínculos (personales, materiales, profesionales, de hábitos, de intereses, de prácticas) pero, por dios, todos livianos, todos a medias, todos sin llegar a donde duele, no vaya a ser que se genera esa terrible ¡¡¡dependencia!!! Y nos volvamos seres incompletos y delicados, damnificados y rotitos, resquebrajados por esa sucesión de ausencias y pedacitos arrancados que es la vida!!! Queremos salir ilesos de la vida y no hay peor condena condena más absurda condena más autocondena que perseguir la idea de salir ilesos de esta vida, de salir brillantes, de pasar sin ayuda. Esta vida sólo es soportable con el otro. Sin otredad a la que aferrarse, siendo esta dios, el amigo, la madre, la dopamina, el consumismo, el arte, o los porros que te fumas casi más como ritual que como intoxicación; la vida se convierte en algo absolutamente inaguantable. 


lunes, 6 de diciembre de 2021

mentira número 190: el contraste

Qué extraña esta sensación este sentir en otros sentires este presenciar, estar viva y presente para presenciar cómo muchos cuerpos hacen suyo algo que salió de tus manos de tu cajita del pecho de tu pena honda y de repente es comunitario es un ritual de repente es de otros es ajena es multiplicada y se te desbordan los pulmones estiras mucho los dedos de las manos las palmas de las manos de tus manos tuyas que miras cada día que hieres cada día, y de repente sientes esa enormidad esa movida celestial como divina por un ratito flotas por el aire y luego el cansancio extremo las extremidades que se hunden en el suelo el sueño el bostezo el cosquilleo nublado por toda la piel y la cama y la carretera y luego vuelves a casa, a esa pena honda solitaria esta vez, solitaria como en realidad fue siempre, fue tuya y sola como tú, y sigues haciendo el café fregando los platos pensando tengo que lavar las sábanas cuánto hace que no lavo estas sábanas, sigues viviendo ese momento de silencio por las mañanas y luego el y ahora qué y el vértigo y sentir que nada es real que sólo es real la comida la ducha y el despertador que todo lo demás es un sueño intangible que deja magulladuras impresas en tu piel, y tus dolores siguen siendo tus dolores porque el éxtasis fue leve como la borrachera sutil fue leve como la droga en cantidades ínfimas y esa levedad no acompaña los días, las ansiedades, la adultez esta pesada enrarecida turbia pero tan sencilla en el fondo, que hemos querido romantizar los románticos de la forma errónea quizás lo romántico es el vino con personas intermitentes, saludar al portero y esquivar cuerpos en el metro, y todo lo demás sólo existe en mis ganas y en mi ausencia, y me tocará siempre volver a ellas, volver a mis dolores que son sólo míos en realidad en esencia en el fondo, en el fondo fondo fondo, aunque los murmure otro aunque los habite otro, voy a volver siempre a la solitud que llevo escrita en la frente como el hado en los mitos griegos, esta que me duele y me sangra no importa qué, no importa cuándo ni dónde

martes, 23 de noviembre de 2021

mentira número 189: retales

16 de octubre de 2021

Dos menos diez del mediodía. Luci trabaja sentada frente a mí en la mesa de la cocina. El fuego de la hoguera pequeña crepita detrás, suena Wilco. En la mesa se esparcen diferentes objetos que relatan la mañana que dejamos atrás; ordenadores, cables, uvas, cafés, cerillas, nueces. Fuera, el sol alumbra las hojas amarillas, naranjas, verdes, rojas, pardas de las primeras semanas del otoño. Luci me dijo que esta mañana tuvo una explosión de olores que la hicieron sentirse inmersa en esta estación del año; mandarina, café, leña. En el pueblo siempre parece que el otoño se eleva a la enésima potencia. En realidad, en el pueblo parece que cualquier estación, cualquier momento del año se eleva a la enésima potencia. Será por el silencio que lo envuelve todo, lo subraya todo, lo ralentiza todo, como diciéndote “escucha, quédate aquí, mira lo que sucede”. Tomo conciencia de cosas que normalmente se me escapan. Empiezo libros que no conozco, escucho la manecilla del reloj que marca los segundos y no supone una amenaza, apago el móvil, paseo y acompaño al aire.

Después de comer, me siento en el banco de piedra junto a la puerta del patio. 

Miro desde lejos a los seres pequeños y circulares que habitan estas casas de piedra, que trabajan estas tierras, que parece llevan aquí millones de años y han visto crecer las primeras encinas, han visto formarse las primeras rocas, vieron bajar por primera vez el río. Los miro y me recuerdan que existe esta vida lenta, callada, cíclica, regida por los tiempos del barro y la madera, de la espiga y el abono, de los cerdos y las vacas, donde el silencio lo habita todo, lo resurge todo, donde el tiempo se ha parado entre las grietas de las piedras que sostenían hogares y que hoy son ruinas, que hoy son templos del recuerdo. En este lugar me siento a la vez una anciana y una niña que descubre el mundo. Vuelvo a tumbarme bocarriba y a sumergir mi mirada en las nubes, a caminar por las veredas, a permanecer en silencio; el día lo dicta el alimento, la luz, el vestir del cielo y las campanadas lejanas de la iglesia.


Me instalo en la mesa de mármol y metal del porche, y la coloco justo al borde donde acaba el techo. Es media tarde. 

Siempre transito el mismo proceso; primero, abrazo con la mente cada forma que me ofrece este rincón del mundo. Lo observo como quien ve por primera vez los colores, lo reconozco como una obra de arte, lo admiro como un fenómeno de la naturaleza que sólo sucede una vez cada mil años. Después, lo habito, pues es mi casa. Alargo los brazos, estiro los dedos dejando al descubierto las palmas de mis manos, y las hago entrar en contacto con los diferentes elementos del templo. Siempre, en este punto del proceso, una parte de mí siente que no puede palpar esta belleza; que se escapa, y siempre lo hará, de mi carne. Como si mi cerebro acostumbrado a poseer lo bello se chocara con el cristal de lo suave, lo impenetrable, lo que, como dice el Tao, pertenece a la tierra, no se somete a la propiedad de nadie, y por eso sobrevive a todo lo demás. (Es curioso cómo, mientras escribo estas palabras, ya se apodera de mí el pensamiento que quiere atribuirles una utilidad; luego me corrijo, y me recuerdo que no escribo para nada. Tan sólo como parte de mi forma de habitar ese mundo).

Comienza a llover. 

Tras atreverme a formar parte de este trozo de mundo pequeño y simple, cuando ya me siento parte de su cadencia y su escena (o así quiero que sea), me da siempre por buscar en él esa esencia eterna que subyace, una especie de dios minúsculo que duerme dentro  de todo, de cada gato de la camada que se asoma al entrar al pueblo, de cada tronco cortado para ser leña en los meses fríos, de cada pájaro que emite para el pueblo su sonido particular y único desde las ramas, de cada fruto del madroño, de cada nube plateada, de cada vaca mugiente, de cada gota de lluvia, de cada perro que ladra a lo lejos, de cada mata de lavanda y cada hoja de encina, de cada columna de humo que sale por la chimenea de una casa, de cada piedra de cada muro. Y sí; esta búsqueda es absoluta e indiscutiblemente egoísta. Desde que la inicié en el verano de mis quince años, vuelvo a ella cada vez que piso esta tierra, sola o acompañada, con el objetivo simple de sentirme menos herida. Menos sola. Menos absurda. Menos en guerra. Busco esta paz que emana todo lo que compone este lugar, sólo para poder agarrarla con mis manos y metérmela en la boca y tragármela como me trago el café.

martes, 5 de octubre de 2021

mentira número 188: lo de siempre

 Aún me es difícil acostumbrarme a esta luz. Esta luz que todo lo clarea y lo densifica, a esta luz amarilla y violeta que pulula por los rincones de mi casa, entre los botellines de cerveza, entre las sombras de maquillaje, los espejos y los pliegues de mis manos. Últimamente vuelven tantas cosas a mi vida, como traídas por un torbellino circular que viene de muchos años atrás para recordarme cosas que siento entenderé dentro de muchos años más. Me encuentro a mí misma en sitios tan distintos y a la vez siento que son los mismos de siempre transformados, manipulados, teñidos, tallados. Es difícil acostumbrarse a esta luz cuando te acostumbraste a que la oscuridad era muy parecida a una casa. Como decía Luis García Montero (creo), he roto tantas cosas en mi vida. Tantas que habitan en mí, en pedacitos que forman otras tantas que se rompen un poco también. He buscado tantas veces esa casa, ese amor, ese sonido, ese tacto, esos colores, he buscado tantas veces por tantos sitios distintos que todavía la idea de encontrar algo se me hace ajena y estéril. Aún no ha desaparecido en mí la idea de arrasarlo todo bajo el fuego, de irme y desaparecer en el sol, de correr desnuda y ahogarme en el mar, de hacer todo eso, decir todo eso que no se debe, que nadie dice pero que todo el mundo rumia como una hebra de jengibre, como ese recuerdo punzante del desamor lejano que quema igual, como esa sensación de que tu mejor amigo dejará de serlo también, de que tu profesión desaparecerá, tu pelo desaparecerá, el tono de tu voz se fundirá con el ruido y   tú desaparecerás con todo ello y a la vez te liberarás como si ambas fuesen dos caras de la misma moneda, conviviendo en una realidad que no le pertenece, muy a nuestro pesar, a absolutamente nadie. 

Aún este batiburrillo de sentires que brotan bajo en el mismo lecho, bajo la misma luz, en las mismas horas oscuras, que allí en Carabanchel eran las del silencio y aquí en La Latina son las de la vida nocturna, la de los coches y la gente y los camiones que reponen los comercios, y yo en este mismo blog bajo la misma luz, en las mismas horas, contando básicamente lo mismo siéndome fiel en este espacio mío, sagrado, incuestionable, perpetuo. He sobrevivido a todo. Y no lo sé porque respire, lo sé porque he vuelto a este lugar, a escribir con los mismos dedos. Lo sé porque hubo un tiempo en el que no lo supe. Y eso no se lo debo a nadie.