martes, 23 de febrero de 2016

Mentira número 160: "El arte de lo imposible"

A veces realmente creo que no soy tan desordenada. Que no estoy tan rota, que no estoy tan desequilibrada, que sé respirar, que sonrío de verdad. A veces me miro en los cristales de las ventanas de los vagones, y me veo; quiero decir, a mí. A todo lo que soy y en lo que me he convertido. A esa especie de paz interior que se parece más a un atardecer en el mar que a la felicidad. A esas mañanas sin heridas, a Shakespeare esperándome en la cama, a unos ojos marrones que son como llegar a casa, a una voz que es como volar sobre Madrid, a unos brazos que son como recomponerse y que no duela. A veces, os juro, que todo esto es precioso. Os juro que Bon Iver sigue sonando en mi cabeza como la primera vez que apagué las luces, pero sin todo ese humo. Sin todo ese desgarro; que ahora sigue dentro de mí, pero que forma parte de mi lucha. De ésta lucha mía que estoy peleando con las uñas, los dientes, el corazón, la mirada, las piernas, el vientre, la voz, los dedos. De ésta lucha que suena a que esta vez, por fin, sí. Sí sé, sí siento, sí entiendo. Sí me rompo las entrañas por algo en lo que creo, algo que existe y que puedo sentir dentro de mí, que me mueve y me desarma, que me alimenta, que me cura.
Si cierras los ojos en junio, de repente es febrero. De repente es invierno y primavera a la vez, y hace sol pero hace frío, y escuece pero sana. Sano. Broto despacito y florezco sin pensarlo. Me levanto cuando amanece, me destrozo, me sonrío. Me tengo. Me tengo entre las manos y me rozo con los labios, me acaricio las sombras, me pinto las luces, me cierro los ojitos y no me dejo dormir. Nunca. No me dejo descansar, y me destruye pero me hace enorme, tan grande que a veces juraría que llevo el universo en el pecho; esa bolita, justo entre los pulmones y el diafragma, justo entre mi infancia y un futuro que me aterra y me atrae, que me atrapa y me asesina, que me hace seguir corriendo. Sin parar, sin pararme nunca jamás por nada del mundo.
Si cierras los ojos en la batalla, estás en casa. Y llegar a casa asusta porque tu hogar nunca está como lo dejaste cuando te fuiste, pero puede que tu nuevo hogar se parezca más a lo que eres ahora. Puede que haya merecido la pena, puede que ya no tengas que sentirte una extraña nunca más; al menos mientras tengas ese rinconcito, justo entre los pulmones y el diafragma, entre ella y Ede, entre yo y mi realidad. Al menos mientras me quede la noche, las luces y las palabras.
Al menos mientras me quede.
Al menos hoy, que ha sido martes.