16 de octubre de 2021
Dos menos diez del mediodía. Luci trabaja sentada frente a mí en la mesa de la cocina. El fuego de la hoguera pequeña crepita detrás, suena Wilco. En la mesa se esparcen diferentes objetos que relatan la mañana que dejamos atrás; ordenadores, cables, uvas, cafés, cerillas, nueces. Fuera, el sol alumbra las hojas amarillas, naranjas, verdes, rojas, pardas de las primeras semanas del otoño. Luci me dijo que esta mañana tuvo una explosión de olores que la hicieron sentirse inmersa en esta estación del año; mandarina, café, leña. En el pueblo siempre parece que el otoño se eleva a la enésima potencia. En realidad, en el pueblo parece que cualquier estación, cualquier momento del año se eleva a la enésima potencia. Será por el silencio que lo envuelve todo, lo subraya todo, lo ralentiza todo, como diciéndote “escucha, quédate aquí, mira lo que sucede”. Tomo conciencia de cosas que normalmente se me escapan. Empiezo libros que no conozco, escucho la manecilla del reloj que marca los segundos y no supone una amenaza, apago el móvil, paseo y acompaño al aire.
Después de comer, me siento en el banco de piedra junto a la puerta del patio.
Miro desde lejos a los seres pequeños y circulares que habitan estas casas de piedra, que trabajan estas tierras, que parece llevan aquí millones de años y han visto crecer las primeras encinas, han visto formarse las primeras rocas, vieron bajar por primera vez el río. Los miro y me recuerdan que existe esta vida lenta, callada, cíclica, regida por los tiempos del barro y la madera, de la espiga y el abono, de los cerdos y las vacas, donde el silencio lo habita todo, lo resurge todo, donde el tiempo se ha parado entre las grietas de las piedras que sostenían hogares y que hoy son ruinas, que hoy son templos del recuerdo. En este lugar me siento a la vez una anciana y una niña que descubre el mundo. Vuelvo a tumbarme bocarriba y a sumergir mi mirada en las nubes, a caminar por las veredas, a permanecer en silencio; el día lo dicta el alimento, la luz, el vestir del cielo y las campanadas lejanas de la iglesia.
Me instalo en la mesa de mármol y metal del porche, y la coloco justo al borde donde acaba el techo. Es media tarde.
Siempre transito el mismo proceso; primero, abrazo con la mente cada forma que me ofrece este rincón del mundo. Lo observo como quien ve por primera vez los colores, lo reconozco como una obra de arte, lo admiro como un fenómeno de la naturaleza que sólo sucede una vez cada mil años. Después, lo habito, pues es mi casa. Alargo los brazos, estiro los dedos dejando al descubierto las palmas de mis manos, y las hago entrar en contacto con los diferentes elementos del templo. Siempre, en este punto del proceso, una parte de mí siente que no puede palpar esta belleza; que se escapa, y siempre lo hará, de mi carne. Como si mi cerebro acostumbrado a poseer lo bello se chocara con el cristal de lo suave, lo impenetrable, lo que, como dice el Tao, pertenece a la tierra, no se somete a la propiedad de nadie, y por eso sobrevive a todo lo demás. (Es curioso cómo, mientras escribo estas palabras, ya se apodera de mí el pensamiento que quiere atribuirles una utilidad; luego me corrijo, y me recuerdo que no escribo para nada. Tan sólo como parte de mi forma de habitar ese mundo).
Comienza a llover.
Tras atreverme a formar parte de este trozo de mundo pequeño y simple, cuando ya me siento parte de su cadencia y su escena (o así quiero que sea), me da siempre por buscar en él esa esencia eterna que subyace, una especie de dios minúsculo que duerme dentro de todo, de cada gato de la camada que se asoma al entrar al pueblo, de cada tronco cortado para ser leña en los meses fríos, de cada pájaro que emite para el pueblo su sonido particular y único desde las ramas, de cada fruto del madroño, de cada nube plateada, de cada vaca mugiente, de cada gota de lluvia, de cada perro que ladra a lo lejos, de cada mata de lavanda y cada hoja de encina, de cada columna de humo que sale por la chimenea de una casa, de cada piedra de cada muro. Y sí; esta búsqueda es absoluta e indiscutiblemente egoísta. Desde que la inicié en el verano de mis quince años, vuelvo a ella cada vez que piso esta tierra, sola o acompañada, con el objetivo simple de sentirme menos herida. Menos sola. Menos absurda. Menos en guerra. Busco esta paz que emana todo lo que compone este lugar, sólo para poder agarrarla con mis manos y metérmela en la boca y tragármela como me trago el café.