Que tengo mala cara, dice. Qué cara se supone que se tiene que tener cuando no te encuentras ni en la mirada del espejo. Qué cara supuestamente he de llevar puesta cuando no soy. Cuando no estoy, nunca, ni siquiera los martes cuando debería estar triste y echarte de menos. Qué gesto tiene que acompañarme cuando me echo de menos.
Me miran a veces como si fuera fuerte. Como si toda esta lucha viniera de todo lo que tengo que no puedo perder y he de proteger con el alma. Nadie me sostiene la mirada porque no dejo que vean que soy tan sólo la silueta de otra niña invisible que intenta llegar por medio de la tristeza, del amor, de la música. Que intenta llegar. Pero no llega. No llega porque no tiene destino, no llega nunca porque nunca la están esperando.
Debería abrir los ojos si supiera con certeza que los tengo cerrados. Los cerraría para descansar si los sintiera abiertos. Me recuerdo a la niña que se arrancó la mirada cuando vio por primera vez su corazón hecho pedazos. A la historia que conté una vez, de la niña. Y me aterra que el no ser capaz de escribir más historias sea porque ahora las historias que conté me están escribiendo a mí. Me hiela pensar que todo esto es tristeza, porque no era esto lo que tocaba. No ahora. No otra vez. No siempre.
Estoy tan cansada que lo único que me apetece es terminar de destruirme.
Pero hasta para eso soy cobarde.
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