Te echo de menos. Y lo digo por todas las veces que he querido gritarlo pero callé por no querer que me vieran sangrar. Te echo de menos cada día de la semana, te echo de menos en cada ocho de la mañana y en cada viaje en metro. Te echo de menos y se me clava en la garganta, y te juro que no soy capaz de recordarnos sin naufragar un poco. Cada vez que se pone el sol, cada vez que tengo sed y cada vez que vuelo entre el asfalto. Te echo de menos. Te echo terrible e irremediablemente de menos. Y tengo los pies destrozados de tanto querer salir corriendo a buscarte y tener que atarlos para frenar el impulso. Y llagas en la boca de morderme porque no lo haces tú. Pero, joder, no veas lo bien que se me da mencionarte sonriendo, y jugar a que se me ha olvidado tu nombre, y tener amordazado tu recuerdo.
Pero en el fondo, en ese fondo que no se ve pero araña y en el que tú te atreviste a asomar la mirada, me muero de ganas de quitarme este escudo de indolencia que es, por lo menos, tres tallas más pequeño que mi cuerpo, y cogerte la cara entre las manos, y decirte que no quiero volver a tener que echarte de menos de esta manera. Pedirte que no te vuelvas a ir. Como en septiembre, ¿te acuerdas?
pues claro que no
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