domingo, 29 de marzo de 2020

mentira número 174: buena y pura

Dice Paula que soy buena y pura. Y que eso está bien. Yo no quiero ser ni buena ni pura, Paula. Quiero ser fría. Como los que usan su dolor y lo venden. Quiero ser un libro cerrado. La caja negra de un avión. No quiero querer desnuda, no quiero ser siempre hasta la última consecuencia. Quiero poder evitarlo. Quiero ser despiadada. Mentir y que no se me revuelva el estómago. Jurar y que no se me enciendan los ojos. No sé de qué sirve ser buena y pura.
"Ojalá pase algo que te borre de pronto, (...) para no verte tanto, para no verte siempre."
Entiendo que a veces lo natural no es justo. Como la muerte de un abuelo. Como que te rompan el corazón. Lo entiendo y aún así me muerdo los labios, me rasco la cabeza, me doy una ducha por la noche de agua ardiendo, para quitarme el frío que me produce ser buena y pura. Para quitarme la rabia, la histeria, la incertidumbre, la pena que me produce ser buena, y pura.
Yo no quiero ser buena ni pura. Quiero poder afirmar "besé unos labios pensando en otros" y que no se me caiga la cara al suelo, ni que un retortijón me recorra las tripas. Quiero poder decir que no pasa nada sin que sea verdad, quiero reírme sin que me haga gracia, escribir mentiras, cantar penas ajenas, tener amigos que en el fondo no me caen bien. Supongo que así todo sería más fácil. Supongo que así entendería cómo funciona el mundo, eso de la protección y las corazas, eso de "tienes que entender que". Pero no, no entiendo lo que no sale de las vísceras. Practicar lo que desaprobaste, y nunca rectificar. Creer en un amor que destroza. No lo entiendo. Y me pesa.
Me vienen entonces a la mente las palabras de aquella canción de Martha (precisamente, Martha)
"Y le pido al cielo que me lleve, y que no me deje aquí agonizando entre tanta gente normal"
Mamá dice que cada noche antes de dormir lee un rato, hace sus respiraciones, e imagina que blinda sus sistema inmunitario para que no entre ningún bicho.
Mamá, yo quiero blindar mi pecho.
Y dejar de ser.
Buena y pura.

sábado, 21 de marzo de 2020

mentira número 173: tengo que dejar de fumar

Madrid. 21 de marzo de 2020. Una pandemia mundial acecha a toda la ciudad, igual que a muchas otras ciudades del planeta. Realmente jamás pensé que escribiría una frase así, y menos de forma literal. La literalidad últimamente se ha impuesto a la poética. Literalmente no puedo salir de mi casa más que para comprar comida. Literalmente no puedo ver a mis seres queridos, más allá de mis padres y mi hermana. Literalmente no sé cuándo voy a volver a andar por la calle sin correr el riesgo de que un policía me multe o me arreste. Y todo esto ha hecho que todo lo demás sea menos importante. Mejor dicho, menos crucial. A mí me siguen importando las emociones calladas y punzantes que afloran en mi estómago después de comer, o cuando permanezco quieta en mi cama después de despertarme y antes de salir de ella, o a las tres de la mañana cuando me fumo un cigarro totalmente innecesario. Anoche, a las tres de la mañana, me asomé al ventanal de mi salón para fumarme un cigarro totalmente innecesario. Vi a los gatos (muchos más de los que había visto jamás en mi calle a esas horas) merodeando entre los coches, los setos, corriendo por las aceras. Vi alguna luz encendida en los edificios de en frente. Escuché algún coche lejano. Escuché. Volví a escuchar. Y me topé con el silencio más absoluto, arrollador, crudo, incontestable, definitivo, rotundo e inmenso que he escuchado en toda mi vida. Pensé entonces, "a esto se reduce todo. Todo lo que creamos, todo lo invencibles que nos creímos; un desierto más". Me puse de repente muy triste. Siendo una pandemia mundial un problema irrefutablemente trascendente, a mí me seguía doliendo esa tristeza callada y punzante de mi estómago. Siendo una tristeza compartida nacionalmente, a mí me seguía pareciendo que nadie lo entendía.
Pensé en mi prima. En su capacidad para transformarlo todo en un atardecer de verano. En que, viviendo a cuatro calles de mí, nunca habría imaginado que ir a verla supondría un delito. Siempre dije que nada, jamás podría separarme de ella. Little did I fucking know.
Pensé en mi hermana. En la imagen suya merodeando por la casa, buscando algo a lo que aferrarse, para acabar, como siempre, tumbada en el sofá con el móvil entre las manos. Nunca pensé que me dolería tanto escribir que, en el fondo, la compadezco un poco.
Pensé en mi madre. Ahí fuera, luchando contra un virus que está transformando el mundo. Aquí en casa, me resulta insoportable su constante discurso sobre lo que está bien y lo que está mal. Jamás había sido tan consciente como ahora.
Pensé en Adri. Cómo estará Adri.
Pensé en mi chica. Con lo muchísimo que valoré siempre tocar su cuerpo, besar su cara, oler su olor, ahora me parece que ni siquiera todo es valor fue suficiente. Ayer la dije que me daba miedo que esto nos hiciera daño. Ella me dijo que me quería. Yo seguí teniendo miedo de que esto nos hiciera daño. De que cuando todo esto acabe pasemos una, dos, tres semanas quizás en una explosión arrolladora de liberación, fascinación, éxtasis, y que las semanas de después, en comparación, nos hagan darnos cuenta de que nada fue para tanto. De que nunca fuimos para tanto.
Pensé en mí. Me vi desde fuera, apoyada en la baranda, fumando un cigarro (innecesario), con la cabeza rapada enfundada en una capucha negra de pelo. "Qué romántica ha sido siempre. Pareces la escena de una película indie francesa", pensé. Me reí un poco. Luego me puse mucho más triste que antes. Pensé que quizás sin los bares y los abrazos, yo no soy nada. Pensé después que si no fuera nada, esta tristeza no existiría. Pensé que esa tristeza ya existía antes del confinamiento, y me sentí aliviada.
Al final, como siempre, es la tristeza la que me proporciona el equilibrio que me conecta con el mundo.
(Qué romántica he sido siempre.)