sábado, 21 de marzo de 2020

mentira número 173: tengo que dejar de fumar

Madrid. 21 de marzo de 2020. Una pandemia mundial acecha a toda la ciudad, igual que a muchas otras ciudades del planeta. Realmente jamás pensé que escribiría una frase así, y menos de forma literal. La literalidad últimamente se ha impuesto a la poética. Literalmente no puedo salir de mi casa más que para comprar comida. Literalmente no puedo ver a mis seres queridos, más allá de mis padres y mi hermana. Literalmente no sé cuándo voy a volver a andar por la calle sin correr el riesgo de que un policía me multe o me arreste. Y todo esto ha hecho que todo lo demás sea menos importante. Mejor dicho, menos crucial. A mí me siguen importando las emociones calladas y punzantes que afloran en mi estómago después de comer, o cuando permanezco quieta en mi cama después de despertarme y antes de salir de ella, o a las tres de la mañana cuando me fumo un cigarro totalmente innecesario. Anoche, a las tres de la mañana, me asomé al ventanal de mi salón para fumarme un cigarro totalmente innecesario. Vi a los gatos (muchos más de los que había visto jamás en mi calle a esas horas) merodeando entre los coches, los setos, corriendo por las aceras. Vi alguna luz encendida en los edificios de en frente. Escuché algún coche lejano. Escuché. Volví a escuchar. Y me topé con el silencio más absoluto, arrollador, crudo, incontestable, definitivo, rotundo e inmenso que he escuchado en toda mi vida. Pensé entonces, "a esto se reduce todo. Todo lo que creamos, todo lo invencibles que nos creímos; un desierto más". Me puse de repente muy triste. Siendo una pandemia mundial un problema irrefutablemente trascendente, a mí me seguía doliendo esa tristeza callada y punzante de mi estómago. Siendo una tristeza compartida nacionalmente, a mí me seguía pareciendo que nadie lo entendía.
Pensé en mi prima. En su capacidad para transformarlo todo en un atardecer de verano. En que, viviendo a cuatro calles de mí, nunca habría imaginado que ir a verla supondría un delito. Siempre dije que nada, jamás podría separarme de ella. Little did I fucking know.
Pensé en mi hermana. En la imagen suya merodeando por la casa, buscando algo a lo que aferrarse, para acabar, como siempre, tumbada en el sofá con el móvil entre las manos. Nunca pensé que me dolería tanto escribir que, en el fondo, la compadezco un poco.
Pensé en mi madre. Ahí fuera, luchando contra un virus que está transformando el mundo. Aquí en casa, me resulta insoportable su constante discurso sobre lo que está bien y lo que está mal. Jamás había sido tan consciente como ahora.
Pensé en Adri. Cómo estará Adri.
Pensé en mi chica. Con lo muchísimo que valoré siempre tocar su cuerpo, besar su cara, oler su olor, ahora me parece que ni siquiera todo es valor fue suficiente. Ayer la dije que me daba miedo que esto nos hiciera daño. Ella me dijo que me quería. Yo seguí teniendo miedo de que esto nos hiciera daño. De que cuando todo esto acabe pasemos una, dos, tres semanas quizás en una explosión arrolladora de liberación, fascinación, éxtasis, y que las semanas de después, en comparación, nos hagan darnos cuenta de que nada fue para tanto. De que nunca fuimos para tanto.
Pensé en mí. Me vi desde fuera, apoyada en la baranda, fumando un cigarro (innecesario), con la cabeza rapada enfundada en una capucha negra de pelo. "Qué romántica ha sido siempre. Pareces la escena de una película indie francesa", pensé. Me reí un poco. Luego me puse mucho más triste que antes. Pensé que quizás sin los bares y los abrazos, yo no soy nada. Pensé después que si no fuera nada, esta tristeza no existiría. Pensé que esa tristeza ya existía antes del confinamiento, y me sentí aliviada.
Al final, como siempre, es la tristeza la que me proporciona el equilibrio que me conecta con el mundo.
(Qué romántica he sido siempre.)

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