qué curiosa la sensación de sentir el aire. quiero decir, sentirlo de verdad. sentir de dónde de viene, a dónde va. como si tuviera dedos que te rozan la cara en distintas direcciones. a veces me da miedo estar tan segura de que va a salir bien. luego pienso que no es un pensamiento, no es un mantra que me repito para convencerme. es una sensación. y luego viene todo lo demás.
los creadores somos creadores porque tenemos la absurda creencia de que a la gente le importa lo que sentimos. a menudo me preguntan cómo lo supe. cuándo. pero la verdad es que no lo sé. lo siento. y por eso funciona. (si es que de verdad funciona, claro)
oigo las sirenas de la policía y la ambulancia y siento que se comunican entre ellas. es como si no hubiera una tragedia detrás. qué extraña la manera que tienen las cosas de cobrar un sentido distinto según quién las mire. oigo un montón de cosas más que no sé definir. oigo a la gente que dice que hay que dejar de pensar. no sé cómo se atreven. quiero decir, cómo osan y cómo se aventuran a intentarlo. para mí nunca fue una opción. jamás. por eso tengo tantas libretas empezadas, tantas notas en el móvil, tantas melodías, tantas ideas. tantas ideas que a veces siento que no existen en el mundo formas suficientes de hacerlas realidad.
compartir todo lo que sentimos como si a la gente le importara, ¿nos debilita? ¿nos fortalece? puede que ni la una ni la otra. de hecho si tengo que inclinarme hacia alguna de las dos, me quedaría en el punto medio. en ese equilibrio que no existe.
es agotadora la necesidad de expresar todo lo que pasa por este busto. sigo sin saber si sirve para algo. y por eso supongo que lo hago sin cesar; porque aun sin utilidad, por alguna inercia cuyo sentido desconozco, quiero hacerlo constantemente. qué difícil detectar lo que uno quiere. más allá de lo que debe, tiene, corresponde, urge, sirve. lo que uno quiere sin más.
yo quise sin más escribir estas palabras a la una y veintidós del veinticinco de abril de dos mil veinte. día cuarenta y uno.
cada uno, en su casa, con su bendita mierda. y dios, como dice mamá, en la de todos.
"muchachas con el rostro hacia las nubes para que el chaparrón borre por fin las lágrimas" -M. Benedetti
viernes, 24 de abril de 2020
martes, 21 de abril de 2020
mentira número 175: el adjetivo que se repite y se repite
A menudo, cuando me asomo a mi ventana y observo el mismo paisaje que desde hace exactamente 38 días es testigo de mi balanceo, siento una especie de calma honda. Dejo de estar enfadada.
Supongo que los que nutrimos nuestra creación del desequilibrio le tenemos un miedo atroz a la armonía. Durante toda mi vida he sentido que de alguna manera, esa calma definitiva que me viene a visitar (muy) de vez en cuando es, lejos de lo esperado, un signo de peligro. En los demás sé identificar rápida y claramente cuando el tormento es una pieza fabricada por la misma persona que la maldice, para que funcione el enrevesado engranaje de las mentes complicadas que sitúan gran parte de su identidad en la pena y la complicación, como parte de una necesidad generada de identificarse con una parte oscura, ciega, y tener así la excusa del "aquí nadie puede entrar, ni siquiera (y mucho menos) yo".
Yo conocí esa pena antes de lo que nadie se merece. Desde los trece hasta los diecisiete estuve en guerra con todo. Cuando traigo consciente y concienzudamente un recuerdo de aquella época a mi cabeza, la memoria sensorial trae de vuelta la sensación de una losa de piedra sobre los hombros y una daga clavada en la boca del estómago. Nunca fui una niña infeliz, pero sentía una herida que me cubría toda la piel, supurando noche y día. Sentía que todo, menos un par de personas, un par de lugares y (siempre, todas) las canciones, existía para arañarme.
Eme una vez me dijo que a veces mantenemos relaciones dañinas porque el dolor es lo único que nos une a una persona a la que, en el fondo, no queremos dejar ir. Supongo que lo mismo sucede con las diferentes personas que has sido a lo largo de tu vida. Yo perdoné a aquella niña asustada, egocéntrica y tremendamente sensible hace mucho tiempo, pero de alguna manera siento que desprenderme del todo de una pena que nació con ella es desprenderme de ella también. Ella, que tanto me ha enseñado. Aunque es injusto decir que sólo estaba hecha de desconsuelo. Recuerdo también una honda consciencia de sí misma, un profundo amor, las tardes en el pueblo mirando al cielo, los abrazos a mamá, For Emma, forever ago, una linda promesa latiéndole a aquella niña en el pecho.
Lo que quiero decir con todo esto es que cuando siento esa calma inmensa al asomarme a la ventana de mi habitación y mirar el barrio, me viene a la mente la pena como una especie de esposa a la que estoy siendo infiel. Sé lo absurdamente romántico que suena esto, pero supongo que es una sensación que he tenido siempre tan cercana que me asusta la idea de perderla. Entonces me vienen a la mente esos juicios que he hecho de manera tan rotunda a todas esas personas enamoradas de su dolor, y pienso que quizás no soy tan distinta a ellas.
Pero, pensándolo bien, esa calma es lo que siempre busqué. No existe sin la pena, y la pena no existe sin ella.
Y vuelvo al principio, "supongo que los que nutrimos nuestra creación del desequilibrio le tenemos un miedo atroz a la armonía".
Supongo que los que nutrimos nuestra creación del desequilibrio le tenemos un miedo atroz a la armonía. Durante toda mi vida he sentido que de alguna manera, esa calma definitiva que me viene a visitar (muy) de vez en cuando es, lejos de lo esperado, un signo de peligro. En los demás sé identificar rápida y claramente cuando el tormento es una pieza fabricada por la misma persona que la maldice, para que funcione el enrevesado engranaje de las mentes complicadas que sitúan gran parte de su identidad en la pena y la complicación, como parte de una necesidad generada de identificarse con una parte oscura, ciega, y tener así la excusa del "aquí nadie puede entrar, ni siquiera (y mucho menos) yo".
Yo conocí esa pena antes de lo que nadie se merece. Desde los trece hasta los diecisiete estuve en guerra con todo. Cuando traigo consciente y concienzudamente un recuerdo de aquella época a mi cabeza, la memoria sensorial trae de vuelta la sensación de una losa de piedra sobre los hombros y una daga clavada en la boca del estómago. Nunca fui una niña infeliz, pero sentía una herida que me cubría toda la piel, supurando noche y día. Sentía que todo, menos un par de personas, un par de lugares y (siempre, todas) las canciones, existía para arañarme.
Eme una vez me dijo que a veces mantenemos relaciones dañinas porque el dolor es lo único que nos une a una persona a la que, en el fondo, no queremos dejar ir. Supongo que lo mismo sucede con las diferentes personas que has sido a lo largo de tu vida. Yo perdoné a aquella niña asustada, egocéntrica y tremendamente sensible hace mucho tiempo, pero de alguna manera siento que desprenderme del todo de una pena que nació con ella es desprenderme de ella también. Ella, que tanto me ha enseñado. Aunque es injusto decir que sólo estaba hecha de desconsuelo. Recuerdo también una honda consciencia de sí misma, un profundo amor, las tardes en el pueblo mirando al cielo, los abrazos a mamá, For Emma, forever ago, una linda promesa latiéndole a aquella niña en el pecho.
Lo que quiero decir con todo esto es que cuando siento esa calma inmensa al asomarme a la ventana de mi habitación y mirar el barrio, me viene a la mente la pena como una especie de esposa a la que estoy siendo infiel. Sé lo absurdamente romántico que suena esto, pero supongo que es una sensación que he tenido siempre tan cercana que me asusta la idea de perderla. Entonces me vienen a la mente esos juicios que he hecho de manera tan rotunda a todas esas personas enamoradas de su dolor, y pienso que quizás no soy tan distinta a ellas.
Pero, pensándolo bien, esa calma es lo que siempre busqué. No existe sin la pena, y la pena no existe sin ella.
Y vuelvo al principio, "supongo que los que nutrimos nuestra creación del desequilibrio le tenemos un miedo atroz a la armonía".
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