Domingos de paciencia y cobardía. Domingos en los que el simple hecho de respirar supone un acto de rebeldía. Recuperándome, como siempre. Pero recuperándome esta vez con saliva, sexo, otoño, cerveza, el pecho a rebosar y las cosas claras. O eso creo. O eso jamás se lo creerán, pero yo sí. Porque sé que al fin y al cabo y aunque cada día sea un no reconocerse, Ede sigue latiéndome en la mirada y eso sólo lo sabe quien se atreve a asomarse de cerca. Y eso sólo lo sabe Ede, que habla en tercera persona y sonríe porque el sonido de las barreras derrumbándose es más bonito que el silencio de la desidia.
Una despedida en los oídos, en frío anclado en los pies y luces en la ventana. Y una especie de calma azul pegadita a la garganta. Escondida en el fondo. Dejándome llevar como dice Pucho, como nunca me atreví a hacerlo.
Puede que se cabe pronto.
Puede que el abismo esté cerca, que el destrozo sea inminente, inevitable. Pero al fin y al cabo, qué puedo hacer sino esperarlo con los brazos abiertos, los labios salados, las uñas mordidas, el pelo enredado
y sin una
pizca
de miedo.
"muchachas con el rostro hacia las nubes para que el chaparrón borre por fin las lágrimas" -M. Benedetti
domingo, 13 de noviembre de 2016
lunes, 10 de octubre de 2016
Mentira número 162: Hace demasiado calor para ser otoño
Después de todo, hay cosas de las que creí que jamás escribiría. Como esa sensación de que una parte de tu corazón se haga cachitos en un banco de un parque cualquiera, de la mano de alguien que un día fue tu alma gemela y sostuvo tu bolita del pecho entre las manos. Lo injusto de que el amor se acabe. Lo injusto de que alguien que fue tú se vaya sin más pretexto que la indiferencia más sucia. O eso me dieron a entender sus ojos.
Tampoco creí que jamás escribiría sobre follar mirando a los ojos, y empaparse en el sudor de otro, y no tenerle miedo a la cama deshecha, al silencio, a desgastarse los labios, a buscar cobijo en un cuerpo.
Así que supongo que para todo hay una primera vez. Que siempre puede ser la primera mentira número ciento sesenta y dos, que siempre puede volver el invierno y que, al fin y al cabo, ya no tengo todo el tiempo del mundo, pero casi. Que siempre puede ser octubre otra vez, que el verano se acaba y que la bolita cambia de color.
La misma esencia, las mismas alas, la mirada cargada de cosas diferentes.
Y bienvenidos seáis, ausencia, desgarro, injusticia, refugio, sexo, impotencia, luz.
Luz.
Bienvenida seas, luz. Y todo lo que conllevas.
Tampoco creí que jamás escribiría sobre follar mirando a los ojos, y empaparse en el sudor de otro, y no tenerle miedo a la cama deshecha, al silencio, a desgastarse los labios, a buscar cobijo en un cuerpo.
Así que supongo que para todo hay una primera vez. Que siempre puede ser la primera mentira número ciento sesenta y dos, que siempre puede volver el invierno y que, al fin y al cabo, ya no tengo todo el tiempo del mundo, pero casi. Que siempre puede ser octubre otra vez, que el verano se acaba y que la bolita cambia de color.
La misma esencia, las mismas alas, la mirada cargada de cosas diferentes.
Y bienvenidos seáis, ausencia, desgarro, injusticia, refugio, sexo, impotencia, luz.
Luz.
Bienvenida seas, luz. Y todo lo que conllevas.
martes, 7 de junio de 2016
Mentira número 161: Pequeñito
Papá se va a la cama después de decir con un suspiro, "a ver si hoy consigo dormir algo". Se oyen los coches a lo lejos, Junio aprieta en los termómetros y es medianoche en Carabanchel. Lo único que ilumina mi rostro, a parte de la lámpara del salón, es una pantalla en la que se suceden constantemente fotografías. Paisajes, sexo, chicas bonitas, ciudades y frases escritas sin interés sobre papeles rotos. Las imágenes desfilan ante mis ojos cansados como una película con un filtro frío. Alguien grita en la calle. Dos gatos se pelean, bufan, corren. Se oye el lavavajillas en la cocina, el ascensor en el descansillo, mientras los mosquitos entran desorientados por la ventana.
Y mientras tanto en mi cabeza ocurren cosas no más importantes; ropa nueva, las calles de Malasaña, el pintalabios de la rubia, la tristeza infinita de Virginia Woolf, los chicos, el metro y el verano. El verano.
El verano que ni es mi enemigo ni lo pretende. El verano que llega callado y de repente, y se queda en el cristal de las ventanas de mi habitación esperando a que me duerma. Ese verano de insomnio, frenético y pausado y eterno y efímero y etéreo, ese verano que es mi vida y mi tregua y mi acantilado. Ese verano y todas las cosas que han sido, toda la batalla de antes y la sangre de después, todo lo que pasa en invierno y todo lo que sólo puede pasar en verano. Y menos mal que el verano.
Menos mal que sale el sol y las chicas lucen sus piernas llenas de coraje, y se abren las terrazas y corre la cerveza y Madrid es un horno, pero es el horno con más alma del mundo. Menos mal que aún llega el verano y vuelvo a sentirme como si tuviera dieciséis y me acabaran de romper el corazón, y las costillas, y el miedo, y como si una inmensa playa se extendiera ante mí en Junio, con Septiembre allá a lo lejos y unas ganas terribles de dejarme el frío y el cansancio en tres meses de mar. Menos mal que aún puedo sentarme en el sofá cuando toda la casa duerme y escribir cuatro estupideces sin interés que para mí significan que todavía no me he borrado del todo. Que aún tengo algo que escribir, aunque sea que papá duerme y que hace calor, porque detrás de todo esto están mis dedos escarbando en el vacío que siempre deja el invierno y que sólo puede hacerse pequeño en las madrugadas de Junio, como si de repente toda mi vida pudiera resumirse en que es verano, en que he llegado viva a la mentira número ciento sesenta y uno y en que pienso devolverme a la vida así, con sueño, pálpito y paciencia.
Y mientras tanto en mi cabeza ocurren cosas no más importantes; ropa nueva, las calles de Malasaña, el pintalabios de la rubia, la tristeza infinita de Virginia Woolf, los chicos, el metro y el verano. El verano.
El verano que ni es mi enemigo ni lo pretende. El verano que llega callado y de repente, y se queda en el cristal de las ventanas de mi habitación esperando a que me duerma. Ese verano de insomnio, frenético y pausado y eterno y efímero y etéreo, ese verano que es mi vida y mi tregua y mi acantilado. Ese verano y todas las cosas que han sido, toda la batalla de antes y la sangre de después, todo lo que pasa en invierno y todo lo que sólo puede pasar en verano. Y menos mal que el verano.
Menos mal que sale el sol y las chicas lucen sus piernas llenas de coraje, y se abren las terrazas y corre la cerveza y Madrid es un horno, pero es el horno con más alma del mundo. Menos mal que aún llega el verano y vuelvo a sentirme como si tuviera dieciséis y me acabaran de romper el corazón, y las costillas, y el miedo, y como si una inmensa playa se extendiera ante mí en Junio, con Septiembre allá a lo lejos y unas ganas terribles de dejarme el frío y el cansancio en tres meses de mar. Menos mal que aún puedo sentarme en el sofá cuando toda la casa duerme y escribir cuatro estupideces sin interés que para mí significan que todavía no me he borrado del todo. Que aún tengo algo que escribir, aunque sea que papá duerme y que hace calor, porque detrás de todo esto están mis dedos escarbando en el vacío que siempre deja el invierno y que sólo puede hacerse pequeño en las madrugadas de Junio, como si de repente toda mi vida pudiera resumirse en que es verano, en que he llegado viva a la mentira número ciento sesenta y uno y en que pienso devolverme a la vida así, con sueño, pálpito y paciencia.
martes, 23 de febrero de 2016
Mentira número 160: "El arte de lo imposible"
A veces realmente creo que no soy tan desordenada. Que no estoy tan rota, que no estoy tan desequilibrada, que sé respirar, que sonrío de verdad. A veces me miro en los cristales de las ventanas de los vagones, y me veo; quiero decir, a mí. A todo lo que soy y en lo que me he convertido. A esa especie de paz interior que se parece más a un atardecer en el mar que a la felicidad. A esas mañanas sin heridas, a Shakespeare esperándome en la cama, a unos ojos marrones que son como llegar a casa, a una voz que es como volar sobre Madrid, a unos brazos que son como recomponerse y que no duela. A veces, os juro, que todo esto es precioso. Os juro que Bon Iver sigue sonando en mi cabeza como la primera vez que apagué las luces, pero sin todo ese humo. Sin todo ese desgarro; que ahora sigue dentro de mí, pero que forma parte de mi lucha. De ésta lucha mía que estoy peleando con las uñas, los dientes, el corazón, la mirada, las piernas, el vientre, la voz, los dedos. De ésta lucha que suena a que esta vez, por fin, sí. Sí sé, sí siento, sí entiendo. Sí me rompo las entrañas por algo en lo que creo, algo que existe y que puedo sentir dentro de mí, que me mueve y me desarma, que me alimenta, que me cura.
Si cierras los ojos en junio, de repente es febrero. De repente es invierno y primavera a la vez, y hace sol pero hace frío, y escuece pero sana. Sano. Broto despacito y florezco sin pensarlo. Me levanto cuando amanece, me destrozo, me sonrío. Me tengo. Me tengo entre las manos y me rozo con los labios, me acaricio las sombras, me pinto las luces, me cierro los ojitos y no me dejo dormir. Nunca. No me dejo descansar, y me destruye pero me hace enorme, tan grande que a veces juraría que llevo el universo en el pecho; esa bolita, justo entre los pulmones y el diafragma, justo entre mi infancia y un futuro que me aterra y me atrae, que me atrapa y me asesina, que me hace seguir corriendo. Sin parar, sin pararme nunca jamás por nada del mundo.
Si cierras los ojos en la batalla, estás en casa. Y llegar a casa asusta porque tu hogar nunca está como lo dejaste cuando te fuiste, pero puede que tu nuevo hogar se parezca más a lo que eres ahora. Puede que haya merecido la pena, puede que ya no tengas que sentirte una extraña nunca más; al menos mientras tengas ese rinconcito, justo entre los pulmones y el diafragma, entre ella y Ede, entre yo y mi realidad. Al menos mientras me quede la noche, las luces y las palabras.
Al menos mientras me quede.
Al menos hoy, que ha sido martes.
Si cierras los ojos en junio, de repente es febrero. De repente es invierno y primavera a la vez, y hace sol pero hace frío, y escuece pero sana. Sano. Broto despacito y florezco sin pensarlo. Me levanto cuando amanece, me destrozo, me sonrío. Me tengo. Me tengo entre las manos y me rozo con los labios, me acaricio las sombras, me pinto las luces, me cierro los ojitos y no me dejo dormir. Nunca. No me dejo descansar, y me destruye pero me hace enorme, tan grande que a veces juraría que llevo el universo en el pecho; esa bolita, justo entre los pulmones y el diafragma, justo entre mi infancia y un futuro que me aterra y me atrae, que me atrapa y me asesina, que me hace seguir corriendo. Sin parar, sin pararme nunca jamás por nada del mundo.
Si cierras los ojos en la batalla, estás en casa. Y llegar a casa asusta porque tu hogar nunca está como lo dejaste cuando te fuiste, pero puede que tu nuevo hogar se parezca más a lo que eres ahora. Puede que haya merecido la pena, puede que ya no tengas que sentirte una extraña nunca más; al menos mientras tengas ese rinconcito, justo entre los pulmones y el diafragma, entre ella y Ede, entre yo y mi realidad. Al menos mientras me quede la noche, las luces y las palabras.
Al menos mientras me quede.
Al menos hoy, que ha sido martes.
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