Domingos de paciencia y cobardía. Domingos en los que el simple hecho de respirar supone un acto de rebeldía. Recuperándome, como siempre. Pero recuperándome esta vez con saliva, sexo, otoño, cerveza, el pecho a rebosar y las cosas claras. O eso creo. O eso jamás se lo creerán, pero yo sí. Porque sé que al fin y al cabo y aunque cada día sea un no reconocerse, Ede sigue latiéndome en la mirada y eso sólo lo sabe quien se atreve a asomarse de cerca. Y eso sólo lo sabe Ede, que habla en tercera persona y sonríe porque el sonido de las barreras derrumbándose es más bonito que el silencio de la desidia.
Una despedida en los oídos, en frío anclado en los pies y luces en la ventana. Y una especie de calma azul pegadita a la garganta. Escondida en el fondo. Dejándome llevar como dice Pucho, como nunca me atreví a hacerlo.
Puede que se cabe pronto.
Puede que el abismo esté cerca, que el destrozo sea inminente, inevitable. Pero al fin y al cabo, qué puedo hacer sino esperarlo con los brazos abiertos, los labios salados, las uñas mordidas, el pelo enredado
y sin una
pizca
de miedo.
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