Hay dos salamandras en la habitación verde que habito. Descansan inmóviles entre el viejo espejo y la pared. El primer día intenté cazarlas para tirarlas por la ventana. Cada largo rato, alguna de las dos asoma el morro para mojárselo de atrevimiento, y trepan con cuidado por la pared del cuarto. Al mínimo ruido, nerviosas, vuelven a su escondite para permanecer ahí no sé cuánta horas más. Tras varios intentos en vano de atraparlas, me pregunté; ¿quién soy yo para arrancarlas de su hueco entre el espejo y la pared? Al fin y al cabo lo han hecho suyo. Al fin y al cabo en poco se diferenciaban de mí.Escribí un 27 de Diciembre.
El ser humano posee como innato el instinto de esconderse de lo que le hace daño. Cobardía para los más simples, inteligencia para los más aptos. Quizás esos dos reptiles deberían estar vagando entre la maleza de Castilla, cazando moscas, poniendo huevos y quizás peleándose con otras salamandras. En cambio eligieron huir. Se colaron entre las maderas de una vieja casa y buscaron el hueco más recóndito y seguro de su mundo. Ahí descansan, y quizás de vez en cuando intentan, salir del espejo para vagar por la pared. Pero siempre llega el ruido, una mano imbécil que intenta apoderarse de su libertad, y vuelven a su escondite. Que es suyo. Y de nadie más. Sin contacto con otros seres de su especie, que tiene sus inconvenientes quizás, pero aquello que no está cerca de ti, no puede hacerte daño. No hablo sólo de proximidad física, ni hablo sólo de daño físico.
Me gusta huir de lo que me hace daño. Me gusta encontrar mi hueco entre un espejo amarillento y una pared de barro, un santuario oscuro pero cálido, solitario pero seguro. Busco la soledad porque la gente me hace daño. El ruido me hace daño, la contaminación que respiro me hace daño. Y como verdadero animal que soy, me escapo. Y pies para qué os quiero, y me alejo sin mirar atrás porque un gran autor me enseñó que cuando no se puede mirar atrás no se ha de mirar atrás. Y a mí hace tiempo que se me olvidó eso de mirar atrás mientras me alejo. Supongo que se me ha cargado el cuello de tanto rencor callado y amordazado, y violado por sonrisas fingidas como se fingen los orgasmos cuando haces el amor con alguien a quien no amas.
Y es que no necesito que me entendáis. Ya no. Empecé a dejar de necesitar comprensión y entendí que tan sólo necesitaba que desapareciérais. Y por eso desaparecí, siendo una golondrina que busca el calor huyendo del invierno de Madrid.
Yo me quedo exiliada y refugiada de la guerra en la capital entre la hipocresía de unos y la de otros, con dos salamandras como única compañía. Y tu recuerdo, por supuesto, que ocupa su lugar. Yo me quedo con el viento, que ya no me apetece volar y él me lleva mejor que unos labios con regustillo a ron.
Va a ser un camino muy largo el de regreso a casa.
"muchachas con el rostro hacia las nubes para que el chaparrón borre por fin las lágrimas" -M. Benedetti
miércoles, 1 de enero de 2014
Mentira número 134: De huidas
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