De repente, me sorprendí buscándole frenética entre la
multitud. Y me di cuenta. Me di cuenta también cuando me absorbía la pantalla
de mi teléfono al esperar desesperadamente su nombre en ella. Y me di cuenta
cuando cada sonido intermitente de la llamada en espera significaba otro
fracaso. Pero también me di cuenta cuando sostenía su cara entre mis manos,
sabiendo que no iba a poder besarle. No esta vez. Me di cuenta cuando nos
reíamos, carentes de motivos, cuando no podíamos aguantarnos la sonrisa. Y me
di cuenta, cuando por primera vez en un mes sentí su abrazo. Ese abrazo suyo
tan oleaje, tan balada acústica un sábado noche de invierno. Y me di cuenta
cuando le miraba, apoyada en cualquier carpa de fiestas de barrio, cuando le
miraba y se me iba la vida en sus gestos, cuando no quería hacerle notar que
estaba allí sólo por no interrumpir su maravilloso semblante de llevar el mundo
en sus sienes. Me di cuenta, y me caí en ella y me rompí todas las costillas que
protegían mi corazón.
Y darse cuenta a veces es también de bruces, así que aquí
estoy, llena de conclusiones que se juntan para formar esa enorme masa negra
que tanto he temido desde los catorce. Esa masa negra en la que ahora me quedo
a dormir, con tu recuerdo como tranquilidad y tu voz como nana.
El desamor puede ser lindo si eliges bien al desamante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario