sábado, 25 de diciembre de 2021

mentira número 192: las mujeres suicidas

Romantizar el dolor como única forma posible de lidiar con él. Estoy enfadada con mi psicóloga. Me quitó el peso de mi necesidad de hacer algo con la pena, de querer paliarla, transformarla, usarla de alguna manera, encontrar por cualquier medio posible la manera de reducirla, atenuarla. Me dijo, “el dolor es inevitable”. Y yo me calmé. Y sólo me quedó sentir ese dolor. Y ahora me consume el alma, y me he dado cuenta de que llevo todos estos años necesitando menguar la pena porque si me la dejo sentir, me arranco el corazón. Me vuelo la cabeza. Me mato.

Este debe de ser un dolor parecido al de todas esas mujeres fascinantes, cuyas vidas dan para hablar durante horas en un podcast, sobre lo absolutamente bellas que eran, lo absolutamente irresistible que resultaba su presencia para todo aquel que había experimentado la inmensa suerte de cruzarse con ellas a lo largo de su vida. Todas esas que acaban drogadictas, lobotomizadas o suicidándose. Ese dolor de techos altos y suelos de madera, de música instrumental y fuego de vela, de mirar hacia arriba, de suspirar de vez en cuando como si se quisiera expulsar de los pulmones un aire contaminado y ardiente, ese dolor que sólo la lluvia entiende, ese dolor de fular, de otoño, de vigilia, de felino, de sustancia estupefaciente, de silencio que dura horas y noches que duran siglos. Ese dolor que yo romantizo ahora como tantas otras hicieron antes, sólo porque era lo único bello que podían hacer con él. Sólo por sentirse menos miserables; menos solas. 

Estoy también enfadada con todo aquel que me ha hecho creer que la soledad es algo cálido para el corazón. Que vivirla empodera, fortalece, recompensa, sana, reconforta. O quizás es mi soledad, que está manchada. Rotita. Yo no consigo no sentirme abandonada en ella. Y eso me lleva odiar a la yo de hace seis días que afirmaba obstinadamente que al otro se le necesita. Que la otredad nos hace nosotros. Que la vida sin vínculos se vuelve animal, inerte, absurda. Si esto es tan así como decía esa imbécil, cómo voy a encontrar consuelo en mi soledad. Hoy, que todos tienen algo mejor que hacer. Hoy, que nadie llama. Hoy, que nadie piensa en mí, que nadie me tiene en cuenta, que no habito la mente ni la voluntad de nadie. Cómo hago para no sentirme, ante esto, deshumanizada. Desconectada. Inadmisible, invisible, invertebrada, insignificante. Qué hago para deshacerme de esta sensación, o para vivirla sin querer acabarme.


Escribir, comunicar, ponerle palabras, sonidos, colores, por qués y para qués al dolor; no sirve para absolutamente nada que tenga que ver con este. De otro modo, todas esas mujeres suicidas habrían escrito cada vez menos a lo largo de su vida, dejando esa pena en sus palabras, sacándola de su corazón, agotando la reserva en su cuerpo, habrían muerto felices al final de su vida dejando tras de sí una montaña de escritos, poemas, novelas, canciones, pinturas, ensayos sobre su dolor, donde este yace y se pudre. Sin embargo, esa belleza que lo impregna todo (porque el desconsuelo, seamos sinceras, puede llegar a ser bellísimo) no tocaba sus entrañas. Esa belleza es ajena al padecer, del mismo modo que un ciervo siendo devorado en la nieve no conoce el esplendor de la escena, y si pudiera conocerlo, le daría exactamente igual. Esa belleza que los demás ven en las mujeres suicidas, misteriosas, calladas, sufrientes, envueltas siempre en un halo de desgracia que brilla como el relente, esas copas de vino manchadas de sangre y carmín, ese rímel corrido, ese llanto silencioso; esa belleza esconde una herida tan profunda que te absorbe y te aleja de todo lo demás. A los demás, ajenos la inmensa mayoría al penar ese tipo de herida, siempre les quedará el poder romantizarlas aún más todavía después de muertas; a ellas, solo les queda la nada.


martes, 21 de diciembre de 2021

mentira número 191: hay una cara b

19 de diciembre de 2021


Últimamente en todas las conversaciones que tengo, busco la manera de acabar dirigiendo el tema hacia algún lado en el que yo pueda exponer mi teoría de cómo esta generación explota la idea de la hiperindependencia como una utopía absurda, que va incluso en contra de la naturaleza humana, y cómo hemos demonizado el “depender emocionalmente de alguien”, cómo hemos tergiversado su sentido y difuminado sus fronteras, y cómo nos ahogamos en un intento absurdo por llegar a ese “no necesitar a absolutamente nadie más que uno mismo para ser feliz”, autoflagelándonos cuando echamos en falta (¡la falta, esa cosa inadmisible!), cuando reclamamos, aunque sea internamente y en silencio novayaser, atención y cariño, sintiéndonos débiles cuando sentimos que necesitamos a ese amigo, a nuestra madre, ese reconocimiento en el trabajo, el calor de esa piel… y nos aferramos como imbéciles a esas frases que plagan Instagram de gente guapísima que nos enseña su “healing process” lleno de luz, mangos naranjas, incienso y atardeceres en la playa, y que nos intenta convencer de que ese es el camino a la autosuficiencia, al autoabastecimiento de amor y cuidados y atención, a la independencia emocional, a la perfecta y completa solitud, redonda y brillante, y vamos ahí desesperados porque queremos ser como esa gente guapa de las redes que come mango y hace yoga a la luz del sol, queremos encarnar ese discurso de absoluta autonomía, tomando la emancipación extrema como un fin para liberarnos de ese terrible dolor que es necesitar, demandar, exigir, porque todos esos verbos no esconden detrás otra cosa más que la carencia, la falta, la ausencia, el silencio; la nada. ¡Y nada más terrible que la nada! Hoy en día todo ha de ser abundancia, todo ha de ser una red de posesiones, mucha gente que nos rodea sin, por supuesto, qué horror, necesitar a ninguno de ellos!! Un montón de vínculos (personales, materiales, profesionales, de hábitos, de intereses, de prácticas) pero, por dios, todos livianos, todos a medias, todos sin llegar a donde duele, no vaya a ser que se genera esa terrible ¡¡¡dependencia!!! Y nos volvamos seres incompletos y delicados, damnificados y rotitos, resquebrajados por esa sucesión de ausencias y pedacitos arrancados que es la vida!!! Queremos salir ilesos de la vida y no hay peor condena condena más absurda condena más autocondena que perseguir la idea de salir ilesos de esta vida, de salir brillantes, de pasar sin ayuda. Esta vida sólo es soportable con el otro. Sin otredad a la que aferrarse, siendo esta dios, el amigo, la madre, la dopamina, el consumismo, el arte, o los porros que te fumas casi más como ritual que como intoxicación; la vida se convierte en algo absolutamente inaguantable. 


lunes, 6 de diciembre de 2021

mentira número 190: el contraste

Qué extraña esta sensación este sentir en otros sentires este presenciar, estar viva y presente para presenciar cómo muchos cuerpos hacen suyo algo que salió de tus manos de tu cajita del pecho de tu pena honda y de repente es comunitario es un ritual de repente es de otros es ajena es multiplicada y se te desbordan los pulmones estiras mucho los dedos de las manos las palmas de las manos de tus manos tuyas que miras cada día que hieres cada día, y de repente sientes esa enormidad esa movida celestial como divina por un ratito flotas por el aire y luego el cansancio extremo las extremidades que se hunden en el suelo el sueño el bostezo el cosquilleo nublado por toda la piel y la cama y la carretera y luego vuelves a casa, a esa pena honda solitaria esta vez, solitaria como en realidad fue siempre, fue tuya y sola como tú, y sigues haciendo el café fregando los platos pensando tengo que lavar las sábanas cuánto hace que no lavo estas sábanas, sigues viviendo ese momento de silencio por las mañanas y luego el y ahora qué y el vértigo y sentir que nada es real que sólo es real la comida la ducha y el despertador que todo lo demás es un sueño intangible que deja magulladuras impresas en tu piel, y tus dolores siguen siendo tus dolores porque el éxtasis fue leve como la borrachera sutil fue leve como la droga en cantidades ínfimas y esa levedad no acompaña los días, las ansiedades, la adultez esta pesada enrarecida turbia pero tan sencilla en el fondo, que hemos querido romantizar los románticos de la forma errónea quizás lo romántico es el vino con personas intermitentes, saludar al portero y esquivar cuerpos en el metro, y todo lo demás sólo existe en mis ganas y en mi ausencia, y me tocará siempre volver a ellas, volver a mis dolores que son sólo míos en realidad en esencia en el fondo, en el fondo fondo fondo, aunque los murmure otro aunque los habite otro, voy a volver siempre a la solitud que llevo escrita en la frente como el hado en los mitos griegos, esta que me duele y me sangra no importa qué, no importa cuándo ni dónde

martes, 23 de noviembre de 2021

mentira número 189: retales

16 de octubre de 2021

Dos menos diez del mediodía. Luci trabaja sentada frente a mí en la mesa de la cocina. El fuego de la hoguera pequeña crepita detrás, suena Wilco. En la mesa se esparcen diferentes objetos que relatan la mañana que dejamos atrás; ordenadores, cables, uvas, cafés, cerillas, nueces. Fuera, el sol alumbra las hojas amarillas, naranjas, verdes, rojas, pardas de las primeras semanas del otoño. Luci me dijo que esta mañana tuvo una explosión de olores que la hicieron sentirse inmersa en esta estación del año; mandarina, café, leña. En el pueblo siempre parece que el otoño se eleva a la enésima potencia. En realidad, en el pueblo parece que cualquier estación, cualquier momento del año se eleva a la enésima potencia. Será por el silencio que lo envuelve todo, lo subraya todo, lo ralentiza todo, como diciéndote “escucha, quédate aquí, mira lo que sucede”. Tomo conciencia de cosas que normalmente se me escapan. Empiezo libros que no conozco, escucho la manecilla del reloj que marca los segundos y no supone una amenaza, apago el móvil, paseo y acompaño al aire.

Después de comer, me siento en el banco de piedra junto a la puerta del patio. 

Miro desde lejos a los seres pequeños y circulares que habitan estas casas de piedra, que trabajan estas tierras, que parece llevan aquí millones de años y han visto crecer las primeras encinas, han visto formarse las primeras rocas, vieron bajar por primera vez el río. Los miro y me recuerdan que existe esta vida lenta, callada, cíclica, regida por los tiempos del barro y la madera, de la espiga y el abono, de los cerdos y las vacas, donde el silencio lo habita todo, lo resurge todo, donde el tiempo se ha parado entre las grietas de las piedras que sostenían hogares y que hoy son ruinas, que hoy son templos del recuerdo. En este lugar me siento a la vez una anciana y una niña que descubre el mundo. Vuelvo a tumbarme bocarriba y a sumergir mi mirada en las nubes, a caminar por las veredas, a permanecer en silencio; el día lo dicta el alimento, la luz, el vestir del cielo y las campanadas lejanas de la iglesia.


Me instalo en la mesa de mármol y metal del porche, y la coloco justo al borde donde acaba el techo. Es media tarde. 

Siempre transito el mismo proceso; primero, abrazo con la mente cada forma que me ofrece este rincón del mundo. Lo observo como quien ve por primera vez los colores, lo reconozco como una obra de arte, lo admiro como un fenómeno de la naturaleza que sólo sucede una vez cada mil años. Después, lo habito, pues es mi casa. Alargo los brazos, estiro los dedos dejando al descubierto las palmas de mis manos, y las hago entrar en contacto con los diferentes elementos del templo. Siempre, en este punto del proceso, una parte de mí siente que no puede palpar esta belleza; que se escapa, y siempre lo hará, de mi carne. Como si mi cerebro acostumbrado a poseer lo bello se chocara con el cristal de lo suave, lo impenetrable, lo que, como dice el Tao, pertenece a la tierra, no se somete a la propiedad de nadie, y por eso sobrevive a todo lo demás. (Es curioso cómo, mientras escribo estas palabras, ya se apodera de mí el pensamiento que quiere atribuirles una utilidad; luego me corrijo, y me recuerdo que no escribo para nada. Tan sólo como parte de mi forma de habitar ese mundo).

Comienza a llover. 

Tras atreverme a formar parte de este trozo de mundo pequeño y simple, cuando ya me siento parte de su cadencia y su escena (o así quiero que sea), me da siempre por buscar en él esa esencia eterna que subyace, una especie de dios minúsculo que duerme dentro  de todo, de cada gato de la camada que se asoma al entrar al pueblo, de cada tronco cortado para ser leña en los meses fríos, de cada pájaro que emite para el pueblo su sonido particular y único desde las ramas, de cada fruto del madroño, de cada nube plateada, de cada vaca mugiente, de cada gota de lluvia, de cada perro que ladra a lo lejos, de cada mata de lavanda y cada hoja de encina, de cada columna de humo que sale por la chimenea de una casa, de cada piedra de cada muro. Y sí; esta búsqueda es absoluta e indiscutiblemente egoísta. Desde que la inicié en el verano de mis quince años, vuelvo a ella cada vez que piso esta tierra, sola o acompañada, con el objetivo simple de sentirme menos herida. Menos sola. Menos absurda. Menos en guerra. Busco esta paz que emana todo lo que compone este lugar, sólo para poder agarrarla con mis manos y metérmela en la boca y tragármela como me trago el café.

martes, 5 de octubre de 2021

mentira número 188: lo de siempre

 Aún me es difícil acostumbrarme a esta luz. Esta luz que todo lo clarea y lo densifica, a esta luz amarilla y violeta que pulula por los rincones de mi casa, entre los botellines de cerveza, entre las sombras de maquillaje, los espejos y los pliegues de mis manos. Últimamente vuelven tantas cosas a mi vida, como traídas por un torbellino circular que viene de muchos años atrás para recordarme cosas que siento entenderé dentro de muchos años más. Me encuentro a mí misma en sitios tan distintos y a la vez siento que son los mismos de siempre transformados, manipulados, teñidos, tallados. Es difícil acostumbrarse a esta luz cuando te acostumbraste a que la oscuridad era muy parecida a una casa. Como decía Luis García Montero (creo), he roto tantas cosas en mi vida. Tantas que habitan en mí, en pedacitos que forman otras tantas que se rompen un poco también. He buscado tantas veces esa casa, ese amor, ese sonido, ese tacto, esos colores, he buscado tantas veces por tantos sitios distintos que todavía la idea de encontrar algo se me hace ajena y estéril. Aún no ha desaparecido en mí la idea de arrasarlo todo bajo el fuego, de irme y desaparecer en el sol, de correr desnuda y ahogarme en el mar, de hacer todo eso, decir todo eso que no se debe, que nadie dice pero que todo el mundo rumia como una hebra de jengibre, como ese recuerdo punzante del desamor lejano que quema igual, como esa sensación de que tu mejor amigo dejará de serlo también, de que tu profesión desaparecerá, tu pelo desaparecerá, el tono de tu voz se fundirá con el ruido y   tú desaparecerás con todo ello y a la vez te liberarás como si ambas fuesen dos caras de la misma moneda, conviviendo en una realidad que no le pertenece, muy a nuestro pesar, a absolutamente nadie. 

Aún este batiburrillo de sentires que brotan bajo en el mismo lecho, bajo la misma luz, en las mismas horas oscuras, que allí en Carabanchel eran las del silencio y aquí en La Latina son las de la vida nocturna, la de los coches y la gente y los camiones que reponen los comercios, y yo en este mismo blog bajo la misma luz, en las mismas horas, contando básicamente lo mismo siéndome fiel en este espacio mío, sagrado, incuestionable, perpetuo. He sobrevivido a todo. Y no lo sé porque respire, lo sé porque he vuelto a este lugar, a escribir con los mismos dedos. Lo sé porque hubo un tiempo en el que no lo supe. Y eso no se lo debo a nadie.

lunes, 30 de agosto de 2021

mentira número 187: seis horitas de sueño como siempre

Todavía miro al techo de mi habitación y pienso, no me puedo creer que viva aquí. Y han pasado dos meses. Escucho a la gente en las terrazas, a la gente bebiendo en las terrazas hablando a gritos en las terrazas y quiero poner una bomba en la calle. Pero por las mañanas, toda esa gente que supongo es la misma que habla a gritos en las terrazas, me hace sentir acompañada. Es como levantarse y estar en unas fiestas de barrio. No sólo llevo queriendo vivir así estos dos últimos años en los que no paraba de repetir me quiero ir de casa me quiero ir; hoy he recordado que ya de pequeña me ponía la falda blanca del campeonato de danza de Móstoles, el que ganamos por tongo cuando tenía ocho o nueve años, me ponía esa falda y un bolso de mi madre y metía las llaves de mi madre dentro y hacía que abría la puerta de la habitación como si fuese la de mi casa, la de mi futura casa, la de mi casa de Calle Toledo 54, y entraba en mi casa con mi faldita blanca de baile y me hacía la comida y llamaba por teléfono y esas cosas que hacen los adultos, esas cosas que ahora hago en mi casa después de entrar en ella con mis llaves. Aún no me puedo creer que haya conseguido esto. Tampoco puedo creerme que le hable a la gente de mi depresión, de mi disco, de mi exnovia, de mi vida. Ese tono de voz que se nos pone cuando hablamos de "mi vida". Mi vida es esto, se ha convertido en lo otro, quiero que acabe así, que vaya pacá, que nunca se acerque a esto. Yo ya no sé en qué consiste mi vida, más allá de esta casa, más allá de las manos que escriben estas palabras horas antes de montarse en una furgoneta rumbo a Vigo para actuar delante de mil personas y luego dormir en el décimo hotel del mes. No sé qué parte de todo lo que le digo a la gente es verdad. No sé si en el fondo no quiero vivir, como ayer le decía borracha a Íñigo. No sé si quiero que Alicia duerma en esta cama tanto como creo, o si por el contrario quiero que se ahogue en el mar como Isora, como Alfonsina, como yo en mi mente siempre que estoy cerca del agua. No sé si quiero que Paloma me cuente lo que le pasa. A veces siento que este blog semi abandonado de mierda es lo único verdadero que conservo, como una especie de ventana en el centro del pecho justo entre las tetas.

Odiaré a cualquier persona que reproduzca este discurso pero: a veces siento que no pertenezco a este mundo. Últimamente, muy a menudo. Cuando digo que la vida está sobrevalorada, lo creo de verdad. Cuando digo que algo debo estar haciendo mal si vivir me resulta tan agotador, lo creo, de verdad. A veces me escucho desde fuera y me quiero gritar CÁLLATE como un niño enfadado a su madre histérica que le sigue regañado a pesar de que él ya haya roto a llorar. Otras, creo que todo el mundo es imbécil y hace cosas rarísimas y feas. Todo el mundo es feo. Si tuviésemos un físico que reprodujese nuestro corazón, Instagram no sería una de las redes sociales más consumidas de la historia. Todo esto sonaba muchísimo mejor en mi cabeza. Ahora el sonido de las chapas de los bares deslizándose hacia abajo. Me quiero arrancar los oídos. Pero ya lo quería hacer antes de mudarme a este barrio. Igual que ya quería morirme un poco antes de que se me rompiera el corazón. Qué dramática. Suicídate y déjanos en paz.

Todo el mundo tranquilo.

domingo, 11 de julio de 2021

mentira número 186: esto era una prueba

Me cuesta saber quién soy cuando paro de hacer cosas. Como una especie de respuesta sorda a meses de ruido interno, externo, intermedio, subterráneo. Me cuesta saber quién soy cuando todo se calla porque me he acostumbrado a la guerra. En los días más oscuros de la depresión, lloraba y le decía a Toni que se me había olvidado lo que me hace sentir bien. No había ni pizca de poesía en esas palabras. Literalmente, se me ha olvidado qué es lo que hago cuando no estoy haciendo nada. Cuando aparto el teléfono móvil y no estoy yendo a ningún sitio ni volviendo de ningún lugar, y no tengo sueño y no tengo que fregar el baño o hacerme la comida, o ducharme. Mi cabeza se paraliza, como un animal en la noche alumbrado por los faros de un coche en mitad de la carretera. No pasa nada. Me levanto y me siento, paseo por la casa, escucho lo de fuera, me muerdo los pellejos de los dedos. Nada. Me ha costado horrores comenzar esta entrada, y continúo obligada por el pacto interno de deshacer el nudo. Aún me paraliza el miedo de no tener nada que contar, aún mi cabeza se hiela cuando intento ponerle palabras a esto. Yo, la de los quince discursos internos inextinguibles y simultáneos.

Miguel me dijo una vez que después de la depresión no vuelves a ser el mismo. Supongo que la mente es más lista que uno, y que ese era precisamente el objetivo. Yo me pregunto si realmente puede ser posible que todo lo que alguien es se desdibuje de esta forma. Me quiero convencer de que la que seré, es mejor que la que fui. Pero ahora mismo, no conozco a la que soy. A la que me hace vagar por la casa, asustarme cuando hay silencio, temerle a la música, al amor, al éxito, a no saber a qué hora tienes que estar ni en qué lugar. A la que lee a las palabras que escribió la que fui admirándolas, como si no fuese capaz de generarlas yo, como si nunca lo hubiese sido. Me miro extraña desde lejos, intentando iniciar esa cadencia que todo el mundo dice me llevará de vuelta al calor. A ser la niña que baila.

Pero quizás no soy esa niña. Y la que calla está cansada. Y la adulta es aburridísima.

Mierda.

miércoles, 6 de enero de 2021

mentira número 185: "todo bien, ¿y tú?"

Mírame. Estoy escribiendo un montón de correos. Estoy organizando mi vida futura en cuadrículas digitales, todo ha quedado apuntado para que la eficacia sea óptima, para tener siempre a mano mis horarios. Como hacen las personas adultas. También he puesto a punto mis facturas, he revisado mis ingresos y mis gastos, he limpiado de polvo mi habitación, he hecho café, me he puesto muy seria. Aún no me he hecho la cama porque siempre me ha parecido un acto inservible, pero quizás este sea el año en el que empiece a hacerlo. Y, además, me he decidido a leer Los hermanos Karamazov. Porque eso es lo que hacen los adultos, ¿no? Mírame. Toda seria. Reconduciendo mi vida según unos parámetros que parecen funcionarle a todo el mundo a mi alrededor. Desayunar fruta, beber agua, actualizar el calendario, hacer cuentas, decir muchas veces la palabra “curro”, darse importancia pero no mucha. Ocultar la tristeza. Dejar de lado todo aquello que nos hace sentir miserables, o al menos encerrarlo en una cajita pequeña dentro de nuestro tórax que solo podremos abrir bien entrada la madrugada con cierto porcentaje de alcohol en sangre como pretexto. Porque ser adulto es estar bien, aunque no lo estés. Es hacer cosas aunque tengas el alma rota y los pies rotos y la voz rota, aunque no haya ni una sola cosa en el mundo que, en realidad, te apetezca hacer. Que nadie lo note. Es obsceno. Es injusto para los niños de África. Tú tienes que estar bien porque tienes un buen móvil hecho de un coltán en el que muchos menores de edad se han dejado la infancia y la sangre. Tienes que estar bien porque el sol brilla a este lado del río, porque, en el fondo, no hay motivos para estarlo. Todo lo que pasa por dentro es mentira, es evitable, es fútil, es innecesario, sólo está en tu cabeza. Todo está en tu cabeza. Y es bien sabido que la cabeza puede sonar más bajito. Con auto ayuda, con lorazepames, con un diíta en el campo. O, como dice mi osteópata, respirando. Sólo respirando, y entrando así en equilibrio. A mí cuando me dice eso me dan ganas de responderle “tú lo que eres es un hijo de la gran puta”, pero no es eso lo que hacen los adultos. Los adultos ponen buena cara y asienten. Todo el rato. Y toda esa mierda que les encantaría soltar por la boca la guardan dentro de sí mismos, en la cajita pequeña dentro del tórax. Porque así se pagan las facturas. Así se cumplen los horarios. Así se reduce el abdomen. Así se está guapo. Así se está bien.