sábado, 23 de noviembre de 2013

Mentira número 130: O, to, ños

Os prometo que llegué a casa hace una hora, con el único propósito de dormir. Pero claro, luego me perdí en la poesía y aquí estoy, a unas horas en las que mi cabeza ya debería estar en off, volando entre los por qués que llevan mis pájaros pintados en el lomo.
No sé, no sé, no sé. No sé dónde está mi fuerza, si se me escapó por la boca o vivió por ella, como los peces. No sé qué hago aquí -ni qué haces tú, que no estás conmigo, pero eso es otra historia-. No sé qué significan las lágrimas en blanco ni sé exactamente qué necesito. Por saber no sé ni qué escribir, cuando hace una hora, mientras caminaba entre la noche helada de Madrid, mi cabeza sólo fabricaba palabras y esperaba poder llegar a casa para poder plasmarlas. Pero claro, luego me perdí en la poesía y aquí estoy, marcándome un bis.
Aunque, curiosamente sí recuerdo una frase, quizás porque justo después de vomitarla he mirado a la única estrella que la polución de esta puta cuidad deja dibujarse en el cielo. Decía algo así como

"me gusta el otoño porque,
al ver cómo caen las hojas
siento que al menos
tendré compañía en el suelo"

(tampoco convendría preguntarse el por qué de éste verso)

domingo, 17 de noviembre de 2013

Mentira número 127: Educación para las agonías

Me despierto cada mañana -sin tener en cuenta que mis ojos hacen todo lo posible porque ocurra todo lo contrario-, y me visto, y me peino y me arreglo. Y todo esto para saber que la segunda declinación tiene una variante neutra, que Gonzalo de Berceo es literatura medieval y que descendemos de los monos. Para entender que la x siempre pasa con signo contrario, y que Sócrates sólo sabía que no sabía nada. Todo esto para aprenderme el año de las revoluciones bolcheviques y las colonias inglesas. Para descubrir que morning y mourning no significan lo mismo, pero se pronuncian igual. Para correr hasta ponerme roja y saber lanzar el balón.
Aún así, me acuesto cada noche, despeinada y con las fuerzas bajo cero, sin entender por qué el odio está tan presente, y cómo puede ser que el invierno duela tanto. Sin calcular a qué hora puede que vuelvas y sin saberme las desinencias de una saliva que desinfecte la mía. Sin comprender el significado de la palabra quizás, y sin descubrir qué llevo dentro que me pesa tanto. Aún así me acuesto cada noche sin que mi corazón haya hecho nada de deporte, y sin ser capaz de construir oraciones sintácticamente correctas que digan que en mi cama hay un hueco equis elevado a ocho por cuatro partido de equis más grande que ayer.
Aún así pasan los días y siento que cada día entiendo menos de todo ésto.
Así que dime tú para qué les obligo a mis párpados a levantarse cada mañana, si quince horas después mi vida va a apagarse teniendo mil veces más dudas que veinticuatro horas antes.
Dime de qué sirve todo ésto, y dime cómo me puedo escapar de aquí.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Mentira número 126: Noviembre eterno

Un fin de semana que calma las heridas de cinco días previos destructivos. Cinco de la madrugada, plena noche madrileña, luna casi llena -como yo-, y nubes. Un cigarro ámbar que pare el humo blanco que, tras ser respirado por una tráquea en ruinas, se confunde con el frío de Noviembre. Un Noviembre áspero, donde los haya. Giros inesperados, cambio constante, gritos, lágrimas, sonrisas que surgen por pura necesidad ante el caos de mentes metamórficas y perdidas. Muy, perdidas.
Es el invierno, asumido. Es la niebla helada y esa sustancia incorpórea y pura que se agarra a mi pecho en esta estación. Líneas torcidas, al escribir y al caminar, erupciones necesarias del alma.
Es el invierno, asumido. Es la inmensidad del frío. Son recuerdos que frenan y a la vez impulsan, al vacío quizás. Una azotea cargada de la intimidad al seno de la noche, aunque hablando hoy un poco más desde dentro, y no hacia fuera.
El viento que mece la hoja en la que escribo acompañándome, quizás para enseñarme que, incluso absolutamente sola, la soledad nunca es absoluta. Eso me da fuerzas.
Las incomprensibles, intrínsecas y necesarias
fuerzas de las noches de invierno.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Mentira número 125: Afonía de gritar "vete"

Vuelves. Vuelves y yo vuelvo a preguntarle al aire por qué lo haces, gritando tan fuerte que realmente parece que no conozco la respuesta. Pero la conozco, te conozco, me sé de memoria tus causas y tus consecuencias, tus verdades, tus máscaras y los lunares de tu espalda. O quizás debería hablar en pasado. Quizás te conocía y ahora eres sólo el análisis psíquico en mi cuaderno de delirios de una persona a la que no he visto en mi vida. Quizás hoy, tres meses después desde la última vez que decidiste aparecer con ese lamento pretendiendo clavarme la culpa en la espalda y consiguiendo nudos en la garganta -y rabia, siempre rabia-, eres tan sólo el personaje de un mal drama español. Conseguí que dejaras de doler, aunque la catástrofe que causaste aquí dentro, esa nunca dejará de palpitarme de escozor. Es curioso como yo consideraba una locura la simple idea de tatuarme tu nombre, o aquellos dos números mágicos; y ahora mírame. Con tu esencia grabada a fuego y tu estela tatuada en los ojos, que son más grises desde que te propusiste destruirme.

Y a pesar de que te sé de me memoria, yo ya no sé quién eres.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Número 124: Arrebato

Mil novecientos noventa y cuatro.
Extremoduro graba su primer disco. Tú en tu casa, nosotros en la hoguera, posteriormente titulado Rock Transgresivo.
Diecinueve años después una muchacha cualquiera acaba entre los sonidos de sus canciones, buscando quizás la hostilidad y la rabia que, reflejadas en los acordes de una sucia guitarra, calman inexplicablemente la mente de una persona que siente más de lo que puede abarcar.
Y eso quema. Últimamente todo sólo quema, de una manera que hechiza el pecho de esa muchacha cualquiera. El invierno la acompaña en sus interminables noches; lo mejor de todo es que ésta es la única estación en la que ella se baja, porque el frío siempre la hizo sentirse acompañada. Por eso, a partir de octubre y hasta febrero, ella nunca se sentía sola, porque incluso en la más helada soledad, un gélido abrazo cautivaba sus entrañas, en una complicidad sentida y pura.
A saber cómo ha acabado esa muchacha cualquiera escuchando un duro rock urbano de mil novecientos noventa y cuatro. A saber cómo detrás de esos ojos azules y esa sonrisa sencilla se esconde la mente posiblemente con más escombros y escarcha a ocho -sí, ocho- kilómetros a la redonda.
Pero ella viste un gorro de lana y una chaqueta vaquera de segunda, quizás quinta mano, y sale a la calle a besarse con el frío a pesar de miradas sorprendidas ante tanta vulgaridad.

Ella continúa porque no la quedan más cojones.