Me despierto cada mañana -sin tener en cuenta que mis ojos hacen todo lo posible porque ocurra todo lo contrario-, y me visto, y me peino y me arreglo. Y todo esto para saber que la segunda declinación tiene una variante neutra, que Gonzalo de Berceo es literatura medieval y que descendemos de los monos. Para entender que la x siempre pasa con signo contrario, y que Sócrates sólo sabía que no sabía nada. Todo esto para aprenderme el año de las revoluciones bolcheviques y las colonias inglesas. Para descubrir que morning y mourning no significan lo mismo, pero se pronuncian igual. Para correr hasta ponerme roja y saber lanzar el balón.
Aún así, me acuesto cada noche, despeinada y con las fuerzas bajo cero, sin entender por qué el odio está tan presente, y cómo puede ser que el invierno duela tanto. Sin calcular a qué hora puede que vuelvas y sin saberme las desinencias de una saliva que desinfecte la mía. Sin comprender el significado de la palabra quizás, y sin descubrir qué llevo dentro que me pesa tanto. Aún así me acuesto cada noche sin que mi corazón haya hecho nada de deporte, y sin ser capaz de construir oraciones sintácticamente correctas que digan que en mi cama hay un hueco equis elevado a ocho por cuatro partido de equis más grande que ayer.
Aún así pasan los días y siento que cada día entiendo menos de todo ésto.
Así que dime tú para qué les obligo a mis párpados a levantarse cada mañana, si quince horas después mi vida va a apagarse teniendo mil veces más dudas que veinticuatro horas antes.
Dime de qué sirve todo ésto, y dime cómo me puedo escapar de aquí.
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