Mi madre y mi padre bailaban pegados -como la canción de Sergio Dalma-, al compás de los recuerdos y una efímera felicidad, de esa, tan pura. El inmenso sol que se filtraba entre la celosía de las ventanas creaba una cálida aura alrededor de los dos que, entre notas esperanzadoras, habían pasado a ser uno sólo. Y, casi hundida en el hombre de mi padre, pude entrever la cara de mi madre, me fijé un poco... sonreía. Había cerrado fuerte los ojos y en su rostro se dibujaba una pequeña sonrisa. Entonces sentí como ese calor que juntos habían generado se introducía en cada poro de mi piel, y se juntaba en mi pecho, haciéndolo rebosar, de alegría.
Esa alegría que sólo aparece cuando has visto a tu madre al borde de un abismo insalvable, y de repente, una tarde de Junio, la ves sonreír.
Esa alegría que te invade cuando esa sonrisa, como su portadora, te da la vida.
Porque más que nadie, ella, se merece sonreír.
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