Subes las escaleras del escenario. Son pocas, pero se te hacen eternas. Temes que los nervios te hagan poner un pie en falso, pero los utilizas como fuente de energía para seguir andando, con paso firme. Te colocas despacio en el centro, y subes la cabeza hasta que tu mirada se clava en el centro de la sala. Grandiosa. La primera imagen sobrecoge el corazón; el micrófono se yergue sobre ti, parece que te espera. De segunda plana, todas esas sombras quietas. El foco que ilumina tus ojos te impide distinguir la cara de todas esas personas, el gesto, sus facciones. Pero sabes que están ahí, esperándote. Esperándola a ella, más bien... a tu voz.
Empieza a sonar la música. Notas como te sudan las manos, pero intentas relajarte. Procuras imaginarte en tu propia habitación, sola... cosa que nunca funciona. Unos segundos para entrar. Subes la vista. El cosquilleo encima de tu diafragma juega a asustarte. Llega el momento de empezar. Entonces, aprietas fuerte las manos, y, aunque parecía imposible, tu voz sale. Sale, como sale el agua cuando se abren las compuertas de un canal en Ámsterdam. Sale, como el suspiro que has retenido en tu garganta durante unos segundos, en ese momento clave. Fluye. Se expande, vuela. La moldeas, la guías, aunque siempre será libre. Relajándola cuando es necesario, apretando fuerte para que salga como un trueno cuando hace falta, fuerte o un susurro, día o noche, oscura o resplandeciente.
Metida hasta lo más hondo de la canción, desaparece el resto del mundo cuando cantas. Sientes como si cada palabra fuera un hecho en ti, la vives, la palpas, la disfrutas. Cada nota, cada silencio, cada suspiro. Como varias veces me han dicho, "te transformas en otra persona". Todo lo que te rodea parece pararse a escucharte. En lo más profundo de ti hay paz. Los nervios han ido desapareciendo paulatinamente hasta dejar una sensación de... vaya, ¿cómo describir esa sensación? Creo que no existe una sola palabra que pueda hacerlo como se debe, pero utilizaré la que más se acerca: felicidad.
Increíble, ¿no? Soy feliz cuando canto. Soy absolutamente feliz. Es como si unas grandes alas brotaran de mis omóplatos y me permitieran elevarme más alto que las nubes. Yo siempre me he imaginado la sensación de volar así; exactamente igual que la sensación que experimento cuando canto.
Muy a tu pesar, la canción se acaba. Das la última nota, como cuando rebañas la última cucharada de tu plato favorito. La apuras al máximo, tanto la canción como tu felicidad.
Y entonces, estallan los aplausos. Algo parecido a una bomba... una bomba que te da la vida. Eternamente agradecida a todas y cada una de las manos que te ofrecen esos aplausos. Tu alma se llena por completo, se llena de una extraña energía, grande y brillante, como una estrella. Sólo te sale sonreír.
Un reto para mí es plasmar con palabras lo que siento en esa situación. Jamás lo conseguiré hacer de la forma perfecta, porque es imposible. Imposible expresarlo, imposible de plasmar. Es una pasión, un sueño.
Es mi vida.
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