Ese momento en el que empieza a chispear sobre tu abrigo, y en tu alma hay un sólo deseo; que siga, que siga lloviendo, que sigan cayendo y cada vez con más fuerza, que te limpien, que te alivien, que te curen. Y, como si el cielo hubiera escuchado tus plegarias, las gotas se duplican, así como su intensidad. Tú sigues andando, cada vez más despacio sólo para poder disfrutar más de todo esto. Todo a tu alrededor se vuele gris, ellas estallan contra el suelo y tu cara como pequeñas bombas letales de esperanza. De aliento, de vida. Y entonces, como sin poder evitarlo, te paras. Sí, en medio de esa callejuela casi desierta, plantas tus pies sobre el suelo, con la cara mirando hacia las nubes. La poca gente que hay a tu alrededor se refugia, y mientras tanto ahí sigues tú, con la cara empapada mientras decenas de gotas juguetonas la atraviesan, y así mismo pasa con tu pelo, y tus manos. Tus zapatillas de tela (cómo no) se calan dejando tus pies helados, -¿Cómo puedes sentir tal sensación de calidez estando bajo un manto de agua fría?- pero no te importa. No te importa nada. Ahora mismo sólo estáis tú, y la lluvia. Y de repente, te descubres a ti misma sonriendo. Ni siquiera sabes cuándo ha surgido esa sonrisa, ni cómo; sólo sabes que está ahí, contigo. La lluvia ha llenado cada rincón de ti que estaba vacío -bastantes, por culpa de esta mediocre semana-, y sientes que serías capaz de quedarte ahí hasta el último segundo de tu vida.
Y ésta, señoras y señores, para mí es una de las mejores sensaciones que puede experimentar mi persona. Puedo parecer una lunática, pero creerme cuando os digo que si estuvierais en mi piel en esos momentos entenderíais por qué tanta importancia a algo que parece ser tan banal. Porque una sensación de absoluta libertad no se experimenta todos los días.
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