Y entonces apareciste tú. Como siempre sin pretexto ni quebraderos de cabeza. Me abrazaste de primeras, como queriendo aplastar entre tu pecho y el mío al rencor.
Como si Madrid tuviera muchos ríos, tú y yo nos sentamos en frente de uno que reflejaba las luces de una cuidad tan nuestra que parecía estar esperándonos.
Y como por arte de magia tú apretaste mi mano entre la tuya, y empezaste a cantar como si una mezcla terrorífica entre inercia y alcohol te hubiera arrancado esas notas de la garganta. Los pájaros rabiosos se mezclaban con tu sangre, que corría por mi tripa, y tú saltaste a meter las orejas en el centro de mi sonrisa.
Entonces mis cuerdas vocales cobraron vida como dos áspides enamoradas y se entrelazaron con tu tono. Era increíble cómo nuestras voces encajaban a la perfección, como si estuvieran hechas para cantar juntas esa canción.
Esa canción que ha despertado y despertará en mí tantas sensaciones sin apenas definición. Esa canción a la que acompaña tu rostro cada vez que suena en mi cabeza.
Esa, con la que nuestras voces
hacen el amor
hasta quedarse dormidas.
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